Prácticas Módulo 1 "Geografía, Conocimiento y Sociedad"

UMBERTO ECO. LA HUMILDAD CIENTÍFICA

 

No os dejéis impresionar por el título de este parágrafo. No se trata de una disquisición ética. Se trata de métodos de lectura y de fichas.

Habréis visto en los ejemplos de ficha que os he puesto uno en que yo, joven investigador, me burlo de un autor liquidándolo con pocas palabras. Todavía estoy convencido de no haberme equivocado, y en cualquier caso pude permitírmelo porque él había liquidado en dieciocho líneas un tema muy importante. Pero se trataba de un caso límite. En cualquier caso, lo fiché y tuve en cuenta su opinión. Y todo esto no sólo porque haya que registrar todas las opiniones emitidas sobre nuestro tema, sino también porque no he dicho que las mejores ideas vengan de los autores mayores. Y ahora os contaré la historia del abate Vallet.

Para entender bien la historia tendría que explicaros cuál era el problema de mi tesis y cuál el escollo interpretativo en que llevaba casi un año encallado. Como el problema no puede interesar a todos, digamos sucintamente que para la estética contemporánea el momento de la percepción de lo bello es por lo general un momento intuitivo, pero en Santo Tomás la categoría de la intuición no existe. Muchos intérpretes contemporáneos se han esforzado por demostrar que de algún modo Santo Tomás había hablado de intuición, lo cual era hacerle violencia. Por otra parte, en el Aquinate el momento de la percepción de los objetos era tan rápido e instantáneo que no explicaba el goce de las cualidades estéticas, que son muy complejas, juegos de proporciones, relaciones entre la sustancia de la cosa y el modo en que organiza la materia, etc. La solución estaba (y llegué a ella un mes antes de terminar la tesis) en el descubrimiento de que la contemplación estética correspondía al acto, mucho más complejo, del juicio. Pero Santo Tomás no decía esto claramente. Y sin embargo, por el modo en que hablaba de la contemplación estética era inevitable llegar a tal conclusión. Pero la finalidad de una búsqueda interpretativa muchas veces es precisamente esta: hacer decir explícitamente a un autor lo que no ha dicho y que no podía dejar de decir si se le planteara la pregunta. En otros términos, mostrar que confrontando varias afirmaciones, en los términos del pensamiento estudiado debe resultar tal respuesta. El autor quizá no lo ha dicho porque le parecía obvio o porque -como en el caso de Santo Tomás- nunca había considerado orgánicamente el problema estético, sino que hablaba siempre de él en incisos, considerando que era un asunto no problemático.

Así pues, yo tenía un problema. Y ninguno de los autores que leía me ayudaba a resolverlo (y si en mi tesis había algo original era precisamente aquel planteamiento con la respuesta que había de llegar de fuera). Y mientras huroneaba acongojado buscando textos que me ayudaran, un día encontré en un librero de viejo de París un librito que me atrajo en principio por su hermosa encuadernación. Lo abro y me encuentro con que es obra de un tal abate Vallet, L’idée du Beau dans la philosophie de Saint Thomas d’Aquin (Lovaina, 1887). No lo había encontrado en ninguna bibliografía. Era obra de un autor menor del siglo pasado. Naturalmente, lo compro (además me salió barato), me pongo a leerlo y me doy cuenta de que el abate Vallet era un pobre hombre que repetía ideas recibidas y que no había descubierto nada nuevo. Si seguí leyéndolo no fue por “humildad científica” (todavía no la conocía, la aprendí leyendo aquel libro, el abate Vallet fue mi gran maestro), sino por pura obstinación y para recuperar el dinero que había gastado. Sigo adelante y en un momento dado, casi entre paréntesis, expresada probablemente por descuido, sin que el abate se diera cuenta del alcance de su afirmación, encuentro una referencia a la teoría del juicio en conexión con la de la belleza. ¡Qué iluminación! ¡Había encontrado la clave! Y me la había proporcionado el pobre abate Vallet. Él había muerto hacía cien años, nadie se ocupaba ya de él, y sin embargo tenía algo que enseñar a quien se pusiera a escucharle.

Esto es la humildad científica. Cualquiera puede enseñarnos algo. A lo mejor nosotros mismos somos tan arrojados que conseguimos que nos enseñe algo alguien que era menos arrojado que nosotros. Y también el que no nos parezca muy arrojado tiene arrojos escondidos. Además, el que no es arrojado para uno puede serlo para otro. Las razones son muchas. El hecho es que hay que escuchar con respeto a cualquiera sin por ello eximirnos de pronunciar juicios de valor; o de saber que aquel autor piensa de modo muy distinto al nuestro, que ideológicamente está muy lejos de nosotros. Pero también el más feroz de los adversarios puede sugerirnos ideas. Depende del tiempo, de la estación, de la hora del día. A lo mejor, de haber leído al abate Vallet un año antes, no hubiera cogido la sugerencia. Y quién sabe cuántos más hábiles que yo le habían leído sin encontrar nada interesante. Pero aquel episodio me ha enseñado que si se quiere investigar no hay que despreciar ninguna fuente, y esto por principio. Esto es lo que yo llamo humildad científica. Quizá sea una definición hipócrita por celar mucho orgullo, pero no planteéis problemas morales: sea orgullo o humildad, practicadla.

 

Fuente: Umberto ECO (1983): Cómo se hace una tesis. Gedisa, pp. 174-176