2.1 Factores que determinan la distribución de los seres vivos a escala regional: el papel del clima
2.1.1 La luz
Prácticamente todos los seres vivos dependemos directa o indirectamente de la luz ya que ésta es la que hace posible la función clorofílica mediante la que los vegetales sintetizan la materia orgánica a partir de sustancias minerales.
Las únicas excepciones a esta regla se encuentran entre algunos microorganismos muy especializados o extremófilos como las bacterias que viven bajo tierra o en los extraordinarios ecosistemas de las cuevas rumanas o de las fosas oceánicas que aprovechan el calor terrestre y las emisiones sulfurosas.
Simplificando mucho se puede representar la fotosíntesis a través de la siguiente fórmula:
La fotosíntesis exige pues la presencia de gas carbónico, agua y energía en forma de luz.
El dióxido de carbono está bien mezclado con los demás componentes de la atmósfera, presenta proporciones relativamente similares en todo su volumen y no constituye por ello un factor de diferenciación espacial (aunque las variaciones de su contenido a lo largo del tiempo influyen en la productividad vegetal del conjunto de la biosfera). En la práctica, puede por tanto considerarse como una constante.
El agua implicada en la fotosíntesis es la contenida en el interior de las células vegetales y para una misma especie tampoco varía significativamente entre unas regiones de la Tierra y otras (aunque su desigual disponibilidad a lo largo del año puede determinar el ritmo vital de los vegetales como se verá más adelante).
La eficacia de la fotosíntesis aumenta con la luz y con la temperatura. Fuente: elaboración propia. |
Sin embargo, la energía lumínica que reciben los vegetales varía mucho: hay plantas que se encuentran expuestas al sol mientras que otras permanecen siempre en penumbra del mismo modo que, dentro de una misma planta, unas partes se encuentran más iluminadas que otras.
Por otra parte, las horas de luz varían estacionalmente de acuerdo con factores cósmicos que pueden considerarse como constantes (la duración del día y de la noche varían tanto más cuanto más elevada sea la latitud pero lo hacen de manera regular de un año a otro) lo que tiene una gran influencia en los vegetales que solo pueden fotosintetizar durante las horas diurnas.
Grosso modo, puede considerarse que la energía solar que incide sobre las plantas proporciona luz y calor. Sin embargo, del total de luz que incide sobre la superficie de las hojas, sólo una mínima proporción resulta útil a la fotosíntesis ya que
- cerca del 20% se refleja (es el albedo),
- 10% atraviesa las hojas,
- 20% se difunde en forma de calor
- 48% es absorbido y transformado en calor que, a su vez, será utilizado para la transpiración.
Ello hace que la energía precisa a la fotosíntesis proceda de tan sólo el 1 o el 2% del total de la luz incidente.
Esta reducida proporción es aún menor en los medios subacuáticos ya que el agua detiene eficazmente la radiación solar y a 50 metros de profundidad la oscuridad es casi total.
En general, la actividad fotosintética es una función logarítmica de la intensidad de la luz: cuanto mayor es la iluminación, más eficaz es la fotosíntesis y más rápidamente puede desarrollarse la planta. Sin embargo, este incremento de la productividad tiene un límite y, alcanzado un determinado umbral, el aumento de la luz deja de ser útil o incluso puede perjudicar a la planta.
Las razones que explican este “techo” de productividad no son suficientemente conocidas aunque es probable que esté controlado por varios hechos más o menos encadenados:
- Cierre de los estomas para evitar que el exceso de evaporación seque la hoja.
- Aceleración excesiva de la respiración debida al calentamiento de la hoja.
- Oxidación de la clorofila.
- A largo plazo, daños producidos por el exceso de radiación UV.
Todas las plantas necesitan luz y la escasez de ésta puede impedir la presencia de las especies más exigentes. Eso es lo que ocurre en el interior de los bosques más espesos cuyos sotobosques son por ello muy pobres. Foto: bosque patagónico en el Chaltén, Argentina. |
No obstante, esta eficacia varía mucho de unas especies a otras ya que cada una de ellas ha evolucionado en un entorno distinto buscando siempre obtener el máximo rendimiento y desarrollando para ello el tipo de hoja más adecuado al ambiente en el que vive. Ello permite hacer una primera diferenciación entre especies “heliófilas” (o amantes de la luz) y “esciófilas” (o plantas de sombra) o incluso, en un mismo individuo, entre hojas de sol y hojas de sombra.
Plantas heliófilas
Son aquellas cuyos rendimientos óptimos se producen bajo una luz intensa. La mayor parte de las hierbas pertenecen a esta categoría pero también numerosos matorrales y árboles en sus etapas adultas.
En el interior del bosque suele haber pocas hierbas porque la mayoría de la luz es interceptada por los árboles y aquellas son incapaces de vivir en penumbra. Sin embargo, si se produce un claro que permita a la luz llegar hasta el suelo, hacen inmediatamente su aparición los llantenes, zarzas, helechos, Rumex, Artemisia, Epilobium u otras herbáceas (que se eclipsarán de nuevo en cuanto el crecimiento de los árboles vuelva a reducir la iluminación).
Las plantas pioneras, las primeras que se instalan en un lugar, suelen ser heliófilas tanto si son herbáceas como si se trata de matorrales o árboles. Es el caso del pino albar (Pinus sylvestris), el abedul (Betula spp), el avellano (Corylus avellana), etc.
Las plantas heliófilas obtienen sus mejores rendimientos bajo iluminaciones intensas aunque un exceso de luz es perjudicial y puede causar graves daños a las células de los vegetales. Por eso, en los lugares más expuestos las plantas reducen su tamaño, se vuelven muy leñosas y protegen sus hojas de diversas maneras (en este caso con una pelusilla blanca que permite reflejar parte de la luz). Foto: desierto de Kara Kum (Turkmenistán). |
Plantas esciófilas
Son las que prosperan en lugares sombreados y constituyen por ello el sotobosque de formaciones cerradas. En los bosques de Europa Occidental destacan el rusco (Ruscus aculeatus), la anémona del bosque (Anemone nemorosa), los jacintos... En algunos casos, estas plantas necesitan luz en las primeras fases de su desarrollo por lo que florecen muy tempranamente gracias a las reservas que acumularon durante el otoño anterior antes de que los árboles del bosque caducifolio recuperen sus hojas.
En el caso de los árboles la exigencia de sombra suele limitarse a las primeras fases de su desarrollo. Luego, las copas se expondrán al sol y, a su vez, generarán la sombra necesaria a la descendencia. Ejemplos típicos son el haya (Fagus sylvatica), el arce (Acer spp), el tilo (Tilia cordata), el tejo (Taxus baccata)... No obstante, todos ellos suelen conservar hojas de sol en las ramas altas y de sombra en las bajas.
En cualquier caso, todas las plantas necesitan luz y por debajo de un determinado umbral muy pocas consiguen sobrevivir. Este es uno de los factores que explican la pobreza de ciertos sotobosques: al suelo de un robledal denso no llega más del 10% de la luz pero se han registrado valores próximos al 1% bajo un bosque de alerces y del 0,1% en la pluvisilva ecuatorial.
Las hojas adaptadas a un medio sombreado son generalmente más delgadas y anchas que las habitualmente expuestas al sol. En ellas además el "balance de asimilación"(1) suele ser negativo: la planta absorbe más oxígeno en su respiración del que libera por fotosíntesis.
Las hojas de las esciófilas aprovechan mucho mejor las débiles iluminaciones que las de las heliófilas: en un fresno (Fraxinus excelsior) las hojas de sombra presentan un balance de asimilación positivo a partir de 200 lux mientras que en las de luz no es positivo hasta los 700.
De la misma manera, este balance aumenta hasta los 20.000 lux en las hojas de sombra (manteniéndose después estable) mientras que aumenta hasta los 60.000 en las de luz. El rendimiento óptimo se corresponde con el medio en el que se sitúan habitualmente unos y otros tipos de hojas.
Los hongos y algunos animales pueden vivir en la oscuridad, por ejemplo en cuevas, aunque al no ser capaces de sintetizar materia orgánica necesitan disponer de recursos nutritivos procedentes de otros lugares. Los animales típicamente cavernícolas (“troglobios”) se han adaptado a la oscuridad total y suelen ser ciegos y carecer de pigmentos. Foto: Amanita muscaria, hongo característico del bosque oceánico en el Saja (Cantabria, España) y “jameíto” (Munidopsis polymorpha), pequeño cangrejo ciego y albino que vive en los tubos de lava de Lanzarote (Canarias-España). |
El fotoperiodo
La duración de los días y de las noches varía a lo largo del año en toda la tierra de forma proporcional a la latitud y de acuerdo con el ritmo de las estaciones.
Estas variaciones son nulas o insignificantes en las proximidades del Ecuador, donde el día y la noche duran siempre 12 horas pero resultan máximas en las regiones polares donde el sol no se pone durante el verano mientras que en invierno la oscuridad es permanente.
Este hecho implica que a lo largo del año el número de horas útiles para el desarrollo de la fotosíntesis permanece invariable en el Ecuador pero fluctúa enormemente en las regiones de latitudes altas. Las plantas han tenido que adaptarse a esta variación en el tiempo diario de exposición, el llamado “fotoperiodo”, sincronizando sus ciclos vitales gracias a él.
Las horas de iluminación solar varían de manera distinta a lo largo del año dependiendo de la latitud. Fuente: elaboración propia a partir de la aplicación disponible en http://ptaff.ca/soleil/?lang=en_CA. |
En función de esta adaptación al fotoperiodo, las plantas pueden clasificarse en cuatro grandes grupos:
- Plantas "de días cortos": son propias de los trópicos y no florecen más que con periodos de iluminación próximos a las 12 horas. Cuando se plantan en regiones de latitudes altas crecen exageradamente durante el verano gracias a la larga duración del día (lo que puede resultar muy rentable en caso de cultivo) pero son incapaces de florecer hasta el otoño, cuando día y noche se igualan. Ejemplos de especies que muestran este comportamiento son la caña de azúcar, el crisantemo, la dalia y ciertas variedades de tabaco.
- Plantas “de días largos”: son las que necesitan más de 12 horas diarias de iluminación para poder florecer. Suelen abundar en latitudes superiores a los 40º. La iluminación insuficiente suprime la floración de estas plantas e inhibe su normal desarrollo lo que les permite concentrar su actividad en verano, la estación más favorable.
- Plantas de fotoperiodo intermedio, a medio camino entre las dos anteriores y características de las latitudes medias, incluyen, por ejemplo, la mayor parte de los cereales cultivados.
- Plantas indiferentes, en las que el fotoperiodo no parece ejercer ninguna influencia. En este grupo se suelen incluir también aquellas capaces de iniciar su desarrollo, o incluso de florecer, a oscuras gracias a las reservas contenidas en sus raíces como ocurre en el caso de algunos jacintos y narcisos.
En todos los casos, la puesta en marcha o la inhibición de algún mecanismo regulado por la luz parece realizarse a través de la síntesis de hormonas en las hojas.
El fotoperiodo actúa como un "reloj biológico" que permite a los seres vivos iniciar la reproducción o desarrollarse en el momento más oportuno del año (limitando el riesgo de fracasos) y ello tanto en el caso de los vegetales como en el de los animales donde migraciones periódicas, hibernación, celo u otras pautas de comportamiento suelen estar reguladas por el fotoperiodo.
Aparentemente los humanos estamos bastante “liberados” de este reloj biológico, cada vez más suplantado por otro de tipo cultural. Sin embargo, las horas de sueño (así como la dificultad para conciliarlo), la incidencia de enfermedades mentales, las apetencias alimentarias y otros hechos parecen mostrar cierta estacionalidad y pueden interpretarse como "residuos" de ciclos biológicos anuales.
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1. Relación entre el oxígeno consumido por el metabolismo y el liberado por la fotosíntesis. Se produce un balance positivo cuando se alcanzan condiciones óptimas para la planta y el segundo supera al primero.
2.1.2 Las temperaturas
El metabolismo de los seres vivos exige temperaturas dentro de unos márgenes muy precisos. El frío excesivo imposibilita los intercambios entre el suelo y las plantas, detiene la asimilación clorofílica, ralentiza considerablemente la respiración y deteriora los órganos o tejidos más expuestos. En cambio, temperaturas demasiado altas desnaturalizan las enzimas de las que depende el metabolismo y dañan o destruyen las estructuras moleculares y membranas celulares. Por eso, la vida es muy difícil por debajo o por encima de -10 y 50ºC respectivamente.
La productividad primaria de los ecosistemas guarda una estrecha relación con las temperaturas aumentando de forma regular a medida que lo hacen éstas. Fuente: reelaboración a partir de Lieth, 1975. |
No obstante, y dentro de los límites mencionados, a los animales y a las plantas les beneficia el calor y sus reacciones metabólicas se aceleran por dos o por tres por cada 10º de ascenso de las temperaturas. A la inversa, la mayoría de ellos debe ralentizar sus funciones vitales cuando las temperaturas son bajas. De ahí que el crecimiento, desarrollo y actividad de la mayoría de los organismos dependa de la temperatura ambiente y suelan ser más importantes en las regiones cálidas que en las frías.
a. Los animales
Dos grandes grupos de animales, las aves y los mamíferos, disponen de mecanismos de termorregulación que les permiten mantener una temperatura corporal constante. Se dice que son “homeotermos” (o animales de “sangre caliente”).
Los demás animales, con algunas excepciones, son incapaces de regular el calor corporal, que varía continuamente. Se dice que son “poiquilotermos”. Los animales poiquilotermos (los mal llamados “de sangre fría”) deben adaptar su comportamiento para intentar mantener sus organismos lo más cerca posible de la temperatura ideal (generalmente en torno a 27ºC) tomando el sol o protegiéndose de él alternativamente. Cuando las temperaturas se acercan a 0º estos animales pierden vitalidad y acaban muriendo de frío. Sólo algunos organismos altamente especializados han desarrollado mecanismos de defensa contra el frío excesivo (como la producción de sustancias “anticongelantes”, glicerol u otras, que aparecen en los jugos celulares de determinados peces o insectos).
Las células de algunos animales, generalmente microorganismos aunque también artrópodos y peces, contienen sustancias que actúan de anticongelante y que les permiten vivir sin problemas en ambientes extremadamente fríos. Andiperla willinki (foto) es un pequeño insecto que pasa toda su vida en el hielo alimentándose de bacterias o sustancias traídas por el viento. Fuente: imagen de dominio público disponible en http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Andiperla1.jpg. |
En cambio, los animales homeotermos logran mantener su temperatura y se ven relativamente libres del influjo exterior lo que les permite mantener sus ritmos vitales constantes a lo largo de todo el año. A cambio, necesitan consumir alimentos energéticos en abundancia y evitar pérdidas excesivas de calor durante los periodos desfavorables (para lo que suelen contar con gruesas pieles o capas de grasa). Por eso, algunos animales que no logran disponer de los recursos necesarios para mantener su temperatura corporal se ven obligados a reducirla durante las épocas más frías ralentizándose por lo mismo sus constantes vitales y produciéndose lo que se conoce como “hibernación”.
Los animales poiquilotermos son incapaces de mantener su calor corporal por lo que su metabolismo y vitalidad disminuyen drásticamente cuando las temperaturas disminuyen. De ahí que muchas especies sean incapaces de vivir en las regiones frías. Foto: víbora bufadora (Bitis caudalis) en el Kalahari, Botswana. |
A la inversa, cuando el calor resulta excesivo los animales deben protegerse para evitar sufrir daños (el cuerpo puede generar calor pero no dispone de mecanismos eficaces para reducir su propia temperatura).
En tales casos, la transpiración y consiguiente evaporación es un sistema de defensa muy eficaz en los animales superiores.
La principal limitación de este mecanismo es que no puede mantenerse durante mucho tiempo si no se garantiza la inmediata restitución del líquido perdido: una persona puede producir hasta 1,6 litros de sudor por hora lo que, en términos energéticos, equivale a una pérdida de 900 kcal pero conlleva un riesgo de deshidratación.
Por eso, en los desiertos los animales suelen ocultarse durante las horas de mayor insolación en sus madrigueras (donde las temperaturas pueden ser hasta 30º inferiores a las de la superficie del suelo) y una gran proporción de los animales de las regiones más calurosas limitan su actividad a las horas nocturnas.
Es habitual que los animales de las regiones frías defiendan su temperatura corporal por medio de gruesas capas de grasa. Esta es un buen aislante térmico y constituye una reserva de sustancias muy energéticas que el organismo del animal puede utilizar en caso de necesidad. Foto: lobos de mar (Otaria flavescens) en Concón, Chile. |
b. Las plantas
Los vegetales no son capaces de mantener su temperatura constante, son poiquilotermos, por lo que los cambios de temperatura determinan su crecimiento y desarrollo. En general, requieren temperaturas comprendidas entre 5 y 40ºC para poder crecer (aunque cada taxón tiene su temperatura óptima).
El aumento de temperatura acelera la fotosíntesis hasta alcanzar un umbral que constituye el máximo (o “temperatura óptima”) de cada especie.
Superado ese umbral, la planta empieza a cerrar los estomas para no perder agua lo que implica una reducción del CO2 disponible y, por tanto, la paralización de la fotosíntesis (véase el apartado siguiente: “el agua”). Por otra parte, un calor excesivo puede desnaturalizar los enzimas u otras sustancias de los que dependen las funciones vitales de los vegetales paralizándolas o incluso acarreando la muerte de la planta.
En sentido opuesto, temperaturas muy bajas reducen la eficacia de la fotosíntesis y ralentizan el conjunto de las funciones vitales de los vegetales (que suelen detenerse totalmente cuando se alcanza el punto de congelación). No obstante, las plantas son capaces de sobrevivir al frío a condición de que el enfriamiento se produzca progresivamente y en “el buen momento” del año. En cambio, en caso de enfriamiento muy brusco, el agua contenida en las células se congela y los cristales de hielo destruyen las células produciendo su muerte.
Los umbrales de temperatura entre los que puede desarrollarse la fotosíntesis varían mucho según las especies que, dependiendo de la región en la que se encuentren, han adoptado estrategias adaptativas muy diversas. Las especies de climas cálidos necesitan temperaturas altas para fotosintetizar eficazmente mientras que las de clima frío la hacen mejor con temperaturas bajas.
El área de distribución de las plantas coincide frecuentemente con un umbral muy preciso de temperaturas demostrando la importancia de este factor para los seres vivos. Fuente: elaboración propia a partir de H.Walter, 1997 y el mapa de dominio público disponible en: http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Europe_topography_map.png?uselang=es. |
Por otra parte, la tolerancia a los cambios de temperatura varía mucho dependiendo de las especies lo que permite diferenciar entre
- las plantas “euritermas”, capaces de aguantar una gran amplitud térmica, y
- las “estenotermas”, que soportan muy mal las variaciones de temperatura.
Dado todo lo anterior, es fácil entender la importancia que tiene el conocimiento de las temperaturas para la comprensión de la distribución de las especies cuyas áreas, en muchos casos, coinciden con una determinada isoterma (aunque la exigencia puede limitarse a ciertas etapas del desarrollo de la planta).
Las plantas de latitudes medias y altas desarrollan mecanismos de defensa contra el frío que les permiten soportar fuertes heladas sin sufrir daños. Sin embargo, estos mecanismos frenan sus funciones vitales y deben desactivarse en la estación favorable para permitir el normal desarrollo de los ciclos vegetativos. Por eso, estas plantas son muy vulnerables en caso de heladas “fuera de temporada”. Fuente: elaboración propia a partir de Sutcliffe, 1979. |
Pero no basta con tener en cuenta las temperaturas medias o extremas ya que su oscilación a lo largo del año o del día (el “termoperiodo”, como se denomina algunas veces) también puede ser muy importante.
La adaptación a las temperaturas es tal que algunas plantas necesitan “sufrir” durante un tiempo esas condiciones, en principio desfavorables, contra las que se están defendiendo. Así, en las regiones de latitudes medias, la fuerza con que se abrirán las yemas de muchos vegetales depende, por ejemplo, del periodo de reposo invernal durante el cual tienen lugar numerosas transformaciones químicas y físico-químicas en el interior de sus células.
Los ejemplos de este tipo son muy numerosos: hay melocotoneros que exigen cada invierno un mínimo de 400 horas por debajo de 7ºC para poder florecer y acumular azúcar en sus tejidos; las semillas de la genciana amarilla, Gentiana lutea, no germinan cuando se recogen en otoño a no ser que se conserven hasta la primavera dentro del frigorífico y muchas variedades de coles, espinacas, zanahorias y otras plantas se tratan en cámaras frigoríficas para poder cultivarse satisfactoriamente en entornos tropicales.
Las temperaturas extremas producen un fuerte estrés en las plantas y el tiempo que éstas son capaces de aguantarlas es limitado:
El cactus gigante norteamericano (Cereus giganteus) puede soportar temperaturas de hasta -8ºC durante algunas horas sin sufrir daños lo que le permite sobrevivir a una noche de fuerte frío. Sin embargo, si el ambiente no se suaviza durante el día, muere a la segunda noche aunque los valores alcanzados no sean tan extremos.
No obstante, las plantas suelen reaccionar antes de exponerse a una situación de peligro.
- Cuando las temperaturas suben en exceso, la planta acelera su transpiración (con lo cual, la evaporación absorbe calor de la superficie foliar y tiene un efecto refrigerante).
- Cuando las temperaturas bajan demasiado, aumenta la viscosidad y el contenido en sales de los líquidos vegetales lo que dificulta su congelamiento y ralentiza la circulación (limitando los efectos deletéreos de una posible aparición de cristales de hielo).
Sin embargo, estas defensas tienen inconvenientes y no suelen adoptarse más que durante las estaciones críticas. De ahí lo peligrosas que resultan las olas de calor y de frío fuera de temporada (aunque no se alcancen en ellas valores extremos).
Numerosas plantas se han adaptado a las regiones frías y disponen de diversos sistemas que les permiten evitar la congelación a costa de ralentizar su crecimiento y reducir al extremo sus dimensiones . Foto: abedul enano, Skridalur (Islandia). |
2.1.3 El agua
El agua es el vehículo que permite el transporte tanto de los nutrientes como de los productos sintetizados por los vegetales. Todos ellos circulan de forma incesante en el interior de las plantas en forma de savia bruta o elaborada y constituyen una parte muy importante de su volumen (cerca de la mitad del peso de las plantas, y hasta el 90% del de ciertas hojas, está constituido por agua).
La velocidad a la que se produce esta circulación varía de unas plantas a otras y guarda relación con el balance absorción/transpiración (o, si se quiere, de la cantidad de agua de la que disponen los vegetales). Suele ser rápida en las regiones húmedas y lenta, o extremadamente lenta como en el caso de algunos cactos, en las secas.
El agua es uno de los compuestos más necesarios para la existencia de la vida de forma que los lugares que carecen de ella resultan prácticamente abióticos. En las regiones en las que escasea, como los desiertos, la biomasa tiende a reducirse a la vez que lo hace el número de especies capaces de sobrevivir. Foto: hammada du Guir (Sahara, Marruecos). |
La absorción se realiza a través de las raíces y el agua se incorpora al interior de la planta gracias a una suma de mecanismos:
- Por capilaridad gracias al diminuto diámetro de las raicillas.
- Por el efecto de succión inducido por el vacío que genera la transpiración.
- Por mecanismos osmóticos (las membranas celulares son "semipermeables" y dejan pasar el agua pero no la savia, mucho más "espesa").
La ósmosis es un fenómeno físico que se produce cuando dos soluciones de diferente concentración están separadas por una membrana “semipermeable”. En tales casos, los líquidos tienden siempre a mezclarse de forma espontánea para igualar su concentración. Sin embargo, la membrana semipermeable no permite el paso de las mayores moléculas ni de las soluciones más viscosas e implica que el flujo sólo se produzca de la solución menos concentrada a la más concentrada (o, lo que es lo mismo, del suelo hacia la planta).
La transpiración es la pérdida de agua en forma de vapor que se produce en la superficie de los órganos exteriores de las plantas (sobre todo de las hojas). Tiene lugar simultáneamente
- a través de la cutícula (capa compuesta por ceras y lípidos que recubre las células exteriores de las plantas y que actúa de “piel” protegiéndolas de agresiones externas y limitando las pérdidas de agua)
- y de los estomas (poros de la superficie de las hojas compuestos por dos células que controlan el cierre o la apertura del orificio).
Las pérdidas de agua a través de la cutícula varían mucho según las especies:
- El pino albar (Pinus sylvestris) pierde cada hora 1.6 mg agua/gramo de materia fresca.
- El haya (Fagus sylvatica) 24 mg agua/gramo de materia fresca.
- … y la hierba de Santa Catalina, Impatiens noli-tangere, que se marchita nada más ser cortada, 130 mg agua/gramo de materia fresca.
Esto explica que algunas plantas se conserven y mantengan “bonitas” durante bastante tiempo después de ser cortadas (como ocurre con los “pinos de Navidad”) mientras que otras se queden marchitas y flácidas casi inmediatamente.
Numerosos árboles de todas las regiones tropicales son capaces de almacenar eficazmente el agua absorbida durante la estación lluviosa y constituir reservas para la seca. Suelen hacerlo en sus troncos, anchos y de madera esponjosa. Foto: Brachychiton rupestris, Queensland (Australia). |
En general, las pérdidas son máximas en las plantas acuáticas y adquieren sus valores mínimos en las zonas áridas.
La transpiración es mucho más intensa a través de los estomas aunque las plantas son capaces de controlarla mediante la mayor o menor apertura de éstos.
Esta función se regula a través de la temperatura (los estomas se cierran por debajo de 0º y por encima de 35ºC), de la hidratación de la planta y de la luz (la fotosíntesis se verifica a través de ellos). De ahí que sean posibles varias situaciones:
- En los casos más favorables, los estomas permanecen abiertos todo el día (tiempo de iluminación solar) y la fotosíntesis puede realizarse de forma ininterrumpida.
- Cuando la transpiración es excesiva como consecuencia del calor, los estomas se cierran durante las horas centrales del día (con lo que la fotosíntesis se detiene en ese periodo).
- Si el calor y la sequedad implican condiciones muy adversas, los estomas no se abren más que durante las primeras horas de la mañana.
- Cuando el suelo permanece totalmente seco y la planta no va a poder compensar sus pérdidas, los estomas no se abren (algo que ninguna especie es capaz de soportar durante periodos prolongados).
La transpiración es proporcional a la temperatura, inversamente proporcional a la humedad relativa y se ve favorecida por el viento que arrastra la humedad próxima a la planta. Dicho de otra forma, es máxima en ambientes cálidos, secos y ventosos y mínima en los fríos, húmedos y sin viento.
Los comportamientos de las distintas especies varían mucho aunque, en conjunto, la vegetación devuelve a la atmósfera cantidades muy significativas de agua en forma de transpiración.
En verano la superficie de un hayedo emite el equivalente de 4 mm diarios y la de un robledal 2,3 mm. Para poder existir, dichos bosques necesitan tener garantizada, como mínimo, esta cantidad de agua sumando las precipitaciones más las posibles reservas hídricas del suelo.
Cuando a esta cifra añadimos la evaporación del suelo y desde la superficie de las hojas hablamos de evapotranspiración, un concepto de gran interés en bioclimatología.
El exceso de agua no es favorable a las plantas ya que las raíces y tallos sumergidos pierden el contacto con la atmósfera y no pueden respirar. Por eso, en los lugares permanentemente inundados sólo pueden prosperar especies "higrófilas" ("amantes del agua"), que disponen de mecanismos de adaptación peculiares. Foto: flores de loto en Hue, Vietnam |
Adaptaciones de las plantas al déficit o al exceso de agua
Tanto el déficit como el exceso de agua resultan perjudiciales para las plantas:
Si el suelo está muy seco y la planta no logra extraer suficiente agua, la transpiración debe limitarse o de lo contrario el conjunto de las células podría verse dañado.
A la inversa, cuando el suelo está saturado de agua, ésta ocupa todo el espacio libre impidiendo la presencia de aire y dificultando la respiración de la planta.
Como estas situaciones están muy relacionadas con determinados climas (o se repiten estacionalmente dentro de los ciclos normales de ciertos climas), los taxones de las regiones afectadas han tenido que irse adaptando a sus medios respectivos adoptando diversos mecanismos de defensa y morfologías apropiadas.
Ello permite clasificar a las plantas en función de su capacidad para soportar los distintos grados de humedad, desde los ambientes acuáticos (donde se instalan las especies hidrofitas) hasta los áridos (en los que se encuentran las plantas xerófitas).
- Las especies hidrofitas o higrofitas son las que viven en entornos permanentemente inundados o en suelos siempre saturados de agua: humedales, riberas, turberas, etc. El mayor inconveniente que tienen que superar es la falta de oxígeno libre al nivel de las raíces por lo que se ven obligadas a absorberlo de la atmósfera. Por esta razón, desarrollan exageradamente sus órganos aéreos garantizando que van a sobresalir siempre por encima del nivel del agua o flotar sobre su superficie. Es el caso de las hojas flotantes de los nenúfares, de la lenteja de agua (Lemna sp) o de las raíces aéreas y "neumatóforos" del mangle. Estas plantas suelen tener además membranas muy finas que facilitan los intercambios gaseosos.
Muchas plantas de las zonas áridas ("xerófilas"), reducen al mínimo las hojas o prescinden de ellas para evitar las pérdidas de agua. Sus funciones las realizan los tallos que contienen clorofila y presentan por ello color verde. En el caso de esta pequeña planta del Sahara argelino los distintos órganos aéreos son además suculentos y almacenan el agua en su interior. |
- En el extremo opuesto las xerófitas son plantas específicamente adaptadas a la falta de agua y que encuentran sus hábitats más favorables en las regiones áridas. Sus adaptaciones fisiológicas y morfológicas tienden tanto a limitar las pérdidas como a facilitar al máximo la absorción a través de las raíces.
- Entre unas y otras se encuentran las plantas hidrófilas (que toleran un exceso de agua), mesófilas (de requerimientos “intermedios”) y xerófilas (capaces de soportar cierto nivel de sequía). Las adaptaciones a los distintos grados de humedad o aridez se reflejan de forma inequívoca en la morfología de las plantas y, por extensión, en el aspecto de las formaciones vegetales caracterizadas por ellas.
Los animales y el agua
Los animales tampoco pueden vivir sin agua y, del mismo modo que hacen las plantas, disponen de adaptaciones morfológicas y fisiológicas que les permiten subsistir en medios secos limitando las pérdidas y resistiendo al máximo sin nuevos aportes.
En las zonas áridas son frecuentes los animales que almacenan grandes cantidades de grasa en determinadas partes de su cuerpo (jorobas de los camellos y cebúes, cola de los corderos y reptiles, etc). Durante los periodos de escasez, estos animales van consumiendo la grasa, que les proporciona el agua y la energía necesarias, perdiendo hasta el 30-40% de su peso corporal.
Al mismo tiempo, los animales reducen las pérdidas corporales reduciendo la transpiración (para lo que disponen de pieles gruesas e impermeables) y produciendo una orina muy concentrada y deyecciones prácticamente secas.
No obstante, evidentemente, los mecanismos de defensa más eficaces están relacionados con el comportamiento y con la posibilidad de desplazamiento. Durante las horas de más calor la mayoría de los animales se protege del sol en sus madrigueras y en algunos casos, por ejemplo cuando la sequía es periódica, los animales migran masivamente.
Tampoco los animales pueden prescindir del agua aunque algunos han desarrollado mecanismos que les permiten vivir con cantidades muy reducidas de ella. Algunos, como los anfibios, inician su desarrollo en el agua antes de convertirse en organismos terrestres aunque al final de su vida vuelven a ella para reproducirse. En las fotos, renacuajos y dos sapos apareándose en el río Nansa (Cantabria, España). |
2.1.4 El viento
Directa o indirectamente el viento ejerce una influencia constante sobre los seres vivos aunque su incidencia real depende de la intensidad y en la mayor parte de los casos su existencia no perjudica a las especies ni resulta determinante en su distribución:
- Una suave brisa resulta agradable a la mayor parte de los animales y favorece los intercambios gaseosos y, con ellos, la fotosíntesis de las plantas. Por otra parte, el viento ayuda a dispersar los frutos y semillas y es aprovechado por muchos animales migratorios para facilitar sus desplazamientos.
- Sin embargo, un viento excesivamente fuerte resulta siempre desfavorable ya que puede arrastrar o poner en peligro a numerosos animales y tiene un efecto desecante ya que incrementa mucho la transpiración. Bajo sus efectos las plantas se ven obligadas a cerrar los estomas para evitar la deshidratación lo que bloquea la fotosíntesis. Por supuesto, los vientos más fuertes pueden descuajar árboles o producir graves daños físicos en las plantas.
Por eso, la influencia del viento no resulta decisiva más que en aquellos lugares particularmente expuestos (litoral, desierto, montaña...) en los que llega incluso a determinar el límite del bosque o el área de distribución de las especies más intolerantes.
El viento es aprovechado por numerosas especies animales y vegetales (que reciben por ello el nombre de "anemófilas“: "amigas del viento"). Entre éstas, abundan las que utilizan el aire para dispersar el polen y las semillas que, en tales casos, son grandes pero ligeras y adoptan las formas más adecuadas para poder ser arrastradas a la mayor distancia posible. |
La acción que ejerce el viento sobre los vegetales es, sobre todo, mecánica: hojas y ramas rasgadas, deformación de las plantas cuando el viento tiende a soplar siempre en la misma dirección...
El efecto del viento puede verse reforzado por las partículas que éste transporta: arena, gotas de agua dulce o salada, cristales de hielo... que, a veces, resultan más dañinas que el propio movimiento del aire y producen diversos daños en las plantas. En el litoral, por ejemplo, las ramas de los árboles orientadas de cara a los vientos marinos se desarrollan más despacio o mueren como consecuencia de la sal lo que acaba generando un porte disimétrico muy característico en muchos de ellos.
Por supuesto, la capacidad de las distintas especies para soportar los efectos del viento es muy distinta y, generalmente, las “primeras líneas” de las masas arboladas están ocupadas por especies dotadas de una gran flexibilidad capaces de soportar sus embates (palmeras, abedules…)
Pero el viento también actúa de forma indirecta en combinación con los demás elementos del clima exacerbando o mitigando sus efectos. Así, tanto el frío como el calor son más difíciles de soportar cuanto más intenso sea el viento.
La “sensación térmica” que se percibe a 0º es de -10ºC cuando el viento sopla a 24 km/h o de -20ºC cuando lo hace a 64 km/h lo que significa que un frío moderado puede producir congelaciones en muy poco tiempo en caso de fuerte viento.
A la inversa, una temperatura de 40ºC genera una “sensación térmica” de 43º cuando el viento supera 50 km/h incrementando el riesgo de un “golpe de calor”.
El viento pierde fuerza muy rápidamente cuando hay vegetación o por fricción con la superficie del suelo. De ahí que sus efectos aumenten con la distancia al suelo y que las partes más altas sean las más expuestas. Las plantas muy sometidas al viento tienden por ello a adquirir un porte chaparro y aerodinámico (aspecto rastrero, formas redondeadas o en almohadilla), a mostrar diversas xeromorfosis y a adquirir diversos mecanismos que las hacen aptas para soportar sus efectos como puede ser un sistema radicular muy desarrollado. No obstante, son muy frecuentes, los árboles que adquieren un aspecto disimétrico, "en bandera", como consecuencia de su mediocre adaptación al viento.
El viento rompe las ramas, arranca las hojas y dificulta el crecimiento de las plantas más expuestas. Cuando su dirección es constante, es frecuente que unas ramas crezcan más que otras y que los árboles acaben adquiriendo portes disimétricos o "en bandera". Foto: Algarrobo (Ceratonia siliqua), Kourion, Chipre. |
2.1.5 Las formas de vida. El espectro biológico
Los factores climáticos susceptibles de determinar la distribución de los seres vivos producen efectos a escala regional (con la única excepción del viento que, en muchos casos, puede también adquirir importancia a escala local). Ello hace que las distintas especies de una misma zona tiendan a adoptar mecanismos y morfologías similares para superar de la mejor forma posible los periodos más desfavorables del año (normalmente la estación fría pero también, a veces, la estación seca).
Las plantas adoptan distintos tipos de morfologías para superar del mejor modo posible los momentos desfavorables del año y, en función de ello, suelen clasificarse en varias categorías. A la izquierda, la Romulea clussiana (Corrubedo, A Coruña- España) es una geófita que acumula la mayor parte de sus reservas y de su volumen bajo tierra. A la derecha un baobab (Adansonia digitata), una fanerófita cuya forma y dimensiones exteriores no varían a lo largo del año, en la franja de Caprivi (Namibia). |
A partir de esta idea, el botánico danés Raunkiaër propuso en 1934 una clasificación de basada en la morfología que adoptan las plantas para superar los periodos más adversos y que permite diferenciar los siguientes tipos básicos:
1. Plantas fanerófitas: mantienen su porte y forma inalterados pero frenan sus funciones vitales (respiración, fotosíntesis, evaporación) durante la estación desfavorable.
Es el caso de los árboles, arbustos y matorrales. Muchos de ellos pierden la hoja estacionalmente (son “caducifolios”) mientras que el resto (los “perennifolios”) la conservan pero controlan la apertura de sus estomas y, con ella, la intensidad de los intercambios con la atmósfera.
2. Plantas caméfitas: son herbáceas y pequeños arbustos capaces de soportar la estación desfavorable gracias a su escaso porte subaéreo. Las yemas se encuentran a muy poca altura sobre el suelo y durante el invierno quedan protegidas por la cubierta nival (algo que también consiguen adquiriendo forma almohadillada).
Es el caso de los brezos, sauces enanos, arándanos...
3. Hemicriptófitas: son plantas cuyas yemas o brotes apenas asoman sobre el suelo en la época desfavorable y en las que la mayor parte del volumen de cada individuo se encuentra bajo tierra.
4. Criptófitas (o geófitas): especies que permanecen ocultas a lo largo de la estación desfavorable no subsistiendo durante la misma más que sus órganos subterráneos (bulbos, rizomas...). Estos órganos almacenan abundantes reservas nutritivas permitiendo a la planta desarrollarse a gran velocidad una vez llegada la primavera.
Las plantas de esta categoría son muy diversas e incluyen, entre otras, jacintos, tulipanes, helechos…
5. Terófitas: son plantas anuales que desarrollan la totalidad de sus ciclos vitales, desde la germinación hasta la fructificación, en una única temporada muriendo después. Durante la estación desfavorable sólo subsisten las semillas, listas para germinar en cuando retornen las condiciones adecuadas.
Se trata siempre de especies herbáceas de pequeño porte y rápido crecimiento, como ocurre con los cereales.
6. Otras: plantas, epífitas, parásitas, acuáticas…
Esta clasificación es interesante tanto desde un punto de vista descriptivo (por dar cuenta de los cambios de fisonomía de las plantas a lo largo del año) como por permitir la caracterización del “espectro biológico”.
El espectro biológico refleja la proporción de plantas de cada tipo en cada una de las regiones de la tierra. Permite observar que cuando las condiciones son favorables a lo largo de todo el año predominan las fanerófitas mientras que en los entornos más hostiles éstas van siendo sustituidas por otras categorías.
Cada región tiene su espectro biológico propio. Por ejemplo,
- Las regiones ecuatoriales se caracterizan por un absoluto predominio de las fanerófitas con, además, numerosas epifitas (plantas que crecen sobre las ramas y hojas de otras).
- Las regiones desérticas, por citar un caso contrastado con el anterior, presentan algunas hemicriptófitas y numerosas terófitas, bien adaptadas a la aridez, que desarrollan su ciclo vital completo tras una serie de lluvias y producen semillas capaces de esperar durante años un nuevo periodo favorable.
La distribución de los tipos morfológicos de las plantas (el “espectro biológico”) refleja las condiciones ambientales a las que tienen que enfrentarse y es distinta en cada región del mundo. De izquierda a derecha, espectros biológicos correspondientes a un bosque oceánico caducifolio (Bélgica), al desierto (Argelia) y a la pluvisilva ecuatorial (Congo). NOTA: F: fanerófitas. C: caméfitas. H: hemicriptófitas. G: geófitas. T: terófitas. Fuente: elaboración propia a partir de Ozenda, 1982. |