Todos los organismos necesitamos energía para desarrollar nuestras funciones vitales y para relacionarnos con nuestro entorno, con el que se producen continuos intercambios energéticos (ver el apartado “ecosistema”). La fuente primaria de energía para la práctica totalidad de los animales y plantas es la radiación solar que nos proporciona luz (imprescindible para la fotosíntesis) y calor (del que dependen todas las reacciones bioquímicas que tienen lugar en nuestros organismos). De ahí que el frío y la falta de luz durante el invierno sean dos factores muy limitantes para la vida en estas latitudes.

Los animales pueden adaptarse sin excesiva dificultad a la falta de luz. Además, al estar dotados de movimiento, pueden adoptar pautas de conducta que les permitan defenderse del frío siempre que dispongan de alimento o reservas suficientes para mantener su temperatura corporal por encima de unos umbrales críticos.

Sin embargo las plantas, que no pueden desplazarse, están más desprotegidas. Por un lado, sus funciones vitales dependen del mantenimiento de intercambios continuos con el exterior por lo que, al no disponer de sistemas eficaces para regular su temperatura interna, no pueden evitar el enfriamiento. Por otra parte, la falta de luz durante las larguísimas noches polares impide la fotosíntesis y obliga a los vegetales a paralizar su actividad durante periodos muy prolongados, algo que muchas especies no son capaces de soportar.

De forma adicional, la persistencia de temperaturas negativas implica que el agua permanezca durante gran parte del tiempo en estado sólido y, por tanto, no pueda ser absorbida por las plantas y ello, unido al efecto desecante del viento, produce situaciones de déficit hídrico que dificultan aún más la supervivencia de los vegetales.

Pero, además, la eficacia de la fotosíntesis (como la de la mayoría de los procesos metabólicos) depende de la temperatura ambiental y se va reduciendo a medida que lo hace el calor hasta quedar bloqueada por debajo de un determinado umbral. Esto supone que en las regiones frías la productividad de los ecosistemas sea siempre reducida y que las plantas no pueden compensar la brevedad de la estación útil con un crecimiento más rápido tal como ocurre en otras regiones del mundo.

Por supuesto, la resistencia al frío varía mucho de unas especies a otras ya que algunas han adoptado formas o ritmos vitales que les ayudan a soportar mejor la dureza de los inviernos o incluso son capaces de sintetizar compuestos que actúan como “anticongelantes” evitando la aparición de hielo en las células (ver apartado siguiente). De hecho, en los entornos más extremos, sólo son capaces de sobrevivir animales y plantas que disponen de todo un conjunto de adaptaciones al frío, a la aridez y a la falta de luz dando lugar a entornos muy originales y valiosos.

Última modificación: jueves, 29 de junio de 2017, 09:35