EXPLORACIÓN DE SIBERIA: LA TAIGA

Nuestros tunguses van y vienen alrededor de nosotros, con la cabeza descubierta y su espesa cabellera negra totalmente blanqueada por la escarcha producida por su aliento. Uno de ellos coloca un hato de leña sobre el fuego mientras que el otro está muy ocupado cortando un enorme trozo de hielo, que acaba de traer del río Goram, para hacerlo derretir y servirnos el té. Nuestros equipajes están desperdigados por la nieve y, más allá, los troncos de los árboles que reflejan la luz de la hoguera de nuestro vivac parecen otros tantos espectros que nos contemplan. Aquí y allá hace su aparición alguno de nuestros renos cuando la llama se eleva más brillante, y el animal detiene su cena y nos mira con curiosidad como para darse cuenta de lo que estamos haciendo.

Para completar la escena, imagínense al autor de estas líneas envuelto con pieles de la cabeza a los pies, sentado con las piernas cruzadas junto al fuego, manteniendo junto a él su pequeño cofre de papeles sobre el que arde un trozo de vela. Su grueso tintero de vidrio está colocado sobre cenizas calientes para impedir que la tinta se hiele. Moja su pluma y se enfrenta al deber de consignar en su diario alguna idea luminosa o algún nuevo incidente; pero en medio de la frase, la tinta se espesa en la punta de la pluma y se niega a marcar; entonces, la aproxima a la llama de la vela y descongela el líquido para terminar la frase dejada a medias. He ahí como se escribe al aire libre en Siberia. Mis hojas llevan aún hoy la huella de las gruesas líneas negras hechas por la tinta a medida que se va espesando y la de las líneas finas inmediatamente posteriores al resultado del deshielo. Al principio de mi diario utilicé el lápiz, pero los caracteres se borraban tan deprisa que, después, me resultaba muy difícil descifrarlos; vi que obtendría más beneficio esforzándome un poco más y empleando tinta.

Algunos días más tarde, ya lo hemos dicho, el termómetro marcaba -35 grados Fahrenheit, es decir, -37º centígrados. Barbas, bigotes, cejas, pestañas y abrigos solidificaban por efecto del hielo. No hablaremos de las narices, que era necesario deshelar a cada instante frotándolas vigorosamente con nieve. Sin embargo, es con esta temperatura y a costa de todas las fatigas y peligros que supone, del modo que los viajeros alcanzaron la cumbre de la más alta cordillera de Siberia Oriental. Esta cresta formaba la principal divisoria de aguas, unas vierten al mar de Ojotsk hacia el Este y las otras al Oeste desembocan en el Lena que lleva las suyas al océano Ártico a 3200 kilómetros de distancia. Todo signo de vegetación había desaparecido desde hacía mucho tiempo.

Desde este punto culminante el paisaje tenía una grandeza siniestra. Enfrente, las montañas ofrecían una bajada a pico con otra alineación más allá, que habría que atravesar si no se lograba contornear. Atrás, la garganta recorrida desde hace seis u ocho días formaba una larga cinta en medio de los picos desnudos, y los oscuros bosques que teníamos alrededor varios miles de pies por debajo de nosotros se fundían en una lejanía vertiginosa. 

 

Octave Sachot (1883) La Sibérie Orientale et l’Amérique russe.

Disponible en http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k2093151.r=sachot+siberie.langES

 

 

 

LA VEGETACIÓN DE LAS ISLAS SPITZBERG

¿Qué vegetación puede haber en un país cubierto de nieve y de hielo donde la temperatura media del verano es de +1,3ºC, es decir inferior a la del mes de enero en Paris? ¿Existen plantas capaces de vivir y propagarse en estas condiciones de suelo y clima? Sin embargo, cuando se desembarca en Spitzberg se ven aquí y allá algunas plantas favorablemente expuestas, donde la nieve ha desaparecido. Estas islas de tierra dispersas entre las superficies de nieve que les rodean parecen a primera vista desnudas; pero al aproximarnos, distinguimos plantitas microscópicas apretadas contra el suelo, escondidas en las fisuras, pegadas contra los taludes expuestos al Sur, abrigadas por piedras o perdidas entre los pequeños musgos y líquenes grises que tapizan las rocas. Las depresiones húmedas, cubiertas de grandes musgos del más hermoso verde, relajan la vista entristecida por el color negro y el blanco uniforme de la nieve. Al pie de los acantilados habitados por aves marinas, cuyo guano activa la vegetación sobre la tierra calentada por él, ranúnculos, Cochlearia, gramíneas, alcanzan a veces una altura de varios decímetros, y en medio de las acumulaciones de derrubios se erige una amapola de flores amarillas (Papaver nudicaule) que no desluciría en nuestras jardineras. Ni un árbol ni arbusto en ningún sitio: los últimos de todos, el abedul blanco, el serbal de los cazadores y el pino albar se detienen en Noruega, hacia los 70º de latitud. Sin embargo, algunos vegetales tienen consistencia leñosa: primero dos pequeñas especies de sauces rastreros de los que uno, el sauce de hojas reticuladas, crece igualmente en los Alpes, y un arbolillo que destaca por encima de los musgos húmedos, el Empetrum nigrum, que se encuentra en las marismas turbosas de Europa, hasta en España e Italia. Las demás plantas son modestas hierbas sin tallo, cuyas flores se abren a ras de suelo. La mayoría son tan pequeñas que escapan a los ojos del botánico; no se las ve más que mirando detenidamente hacia los pies.

 

Charles Martins (1866). Du Spitzberg au Sahara. Etapes d’un naturaliste

Disponible en http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k253383/f1.image.r=exploration+islande.langES

 

 

Última modificación: jueves, 20 de julio de 2017, 12:12