LA HOSTILIDAD DEL BOSQUE OCEÁNICO: LA ISLA DE CHILOÉ (CHILE)

Esta isla [Chiloé] tiene unas 90 millas de longitud por una anchura de algo menos de 30 millas. Está salpicada de colinas pero no de montañas y recubierta por un inmenso bosque excepto allí donde se han roturado algunos campos alrededor de cabañas cubiertas de paja. Desde cierta distancia se podría creer que estamos de nuevo ante Tierra de Fuego pero, vistos desde más cerca, los bosques son incomparablemente más hermosos. Un gran número de árboles siempre verdes, plantas con carácter tropical, reemplazan aquí a las sombrías y tristes hayas de las costas meridionales. En invierno el clima es detestable aunque, por otra parte, no hace mucho mejor en verano. Creo que en las regiones templadas hay pocas partes del mundo donde caiga tanta lluvia. El viento es siempre tempestuoso, el cielo está siempre cubierto; una semana entera de buen tiempo es casi un milagro. Es incluso difícil apercibir la Cordillera. Durante todo el tiempo que ha durado nuestra primera estancia, no hemos visto más que una vez el volcán de Osorno y fue antes del amanecer; a medida que el sol se elevaba, la montaña desaparecía gradualmente en las profundidades brumosas del cielo y esta lenta disipación no dejó de interesarnos vivamente.

(…) Aunque el fértil suelo resultante de la descomposición de las rocas volcánicas sostiene una vegetación exuberante, el clima sin embargo no es favorable a los productos que necesitan sol para madurar. Hay pocos pastos para los grandes cuadrúpedos; en consecuencia los principales alimentos son los cerdos, las patatas y el pescado (…) los bosques son tan impenetrables que la tierra no se cultiva en ningún sitio, salvo junto a la costa y en los islotes vecinos. Hasta en los lugares en los que existen sendas resulta difícil de atravesar por lo pantanoso que está el suelo; de ahí que los habitantes, al igual que los de Tierra de Fuego, circulan principalmente por la orilla o en sus barcos.

(…) El capitán Fitz-Roy aprovecha una estancia de tres días que hacemos en este puerto para intentar alcanzar la cumbre del San Pedro. Los bosques, en estos parajes, son algo distintos de los que se encuentran en las partes septentrionales de la isla. Las rocas están formadas de micaesquistos, lo que hace que no existan playas y que la roca se hunda perpendicularmente en el mar. Por tanto el paisaje recuerda mucho más al de Tierra de Fuego que el de las otras partes de Chiloé. En vano intentamos alcanzar la cumbre de la montaña: el bosque es tan impenetrable que nadie que no lo haya visto puede figurarse estos amontonamientos de troncos muertos y moribundos. Puedo asegurar que frecuentemente no hemos tocado el suelo durante más de diez minutos seguidos; algunas veces estábamos a 10 ó 15 pies de forma que los marineros que nos acompañaban se divertían indicando las profundidades. Otras veces nos veíamos obligados a reptar a cuatro patas para poder pasar bajo un tronco podrido. En las partes inferiores de la montaña se pueden ver hermosos canelos, un laurel que se parece al sassafras y que lleva hojas aromáticas, otros árboles por fin, cuyos nombres desconozco, unidos entre sí por una especie de bambú reptante. En esos lugares nos encontrábamos en la posición de un pez dentro de una red. Más arriba, en el lomo de la montaña, los arbustos reemplazan a los grandes árboles pero se encuentran todavía, aquí y allá, un cedro rojo o un alerce. Me alegró mucho encontrar, a una altitud inferior a 1000 pies, a nuestro viejo amigo, el haya meridional. Pero no se trata aquí más que pobres árboles raquíticos y este es, creo, su límite septentrional. Ante la imposibilidad de seguir avanzando, renunciamos a ascender al San Pedro.

Charles Darwin (1839). The voyage of the Beagle.

Disponible en http://www.gutenberg.org/ebooks/3704

 

 

LA IDENTIFICACIÓN CON EL PAISAJE: CRETA

Después de la comida, Konstantinos se fue a la montaña a echarse a la sombra para reposar. En una meseta, por encima de Merovigli, crecía un roble centenario de más de veinte metros de altura. El muchacho solía ir a sentarse allí en cualquier momento para meditar. Hoy, más que nunca, su corazón buscaba la soledad. Sentía que su vida entraba en una nueva fase. El sol comenzaba a caer, la sombra del árbol giraba hacia el Este. Konstantinos se sentó. Frente a él, como un juez, veía al Rey de las cumbres, el Ida.

Por encima de él, el roble, cuyas enormes ramas pendían hasta tierra, susurraba sordamente. Su murmullo se entrecortaba con los confusos gorjeos de centenares de pájaros, que se posaban en bandadas sobre las ramas, se iban y regresaban: gorriones, pinzones, jilgueros… El pito real golpeaba el tronco, en busca de los gusanos que anidan bajo la corteza. La larga y espesa cola de una ardilla, corría, brincaba, saltaba de rama en rama. Bajo el suelo, en barullo, circulaban hormigas y escarabajos. Todo tipo de gusanos se arrastraban por las hojas, toda una población de bichos, pájaros, insectos, anidaban en ese árbol contra el que el joven apoyaba su cabeza para reflexionar y decidir sobre su destino.

Konstantinos se estremeció como si una savia helada que bajara del árbol penetrara en sus venas para refrescarlas y perderse de nuevo entre las ramas. Toda esa vida que bullía por encima de su cabeza, no le parecía más que una parcela de su propia vida. Se había convertido en árbol y hombre, madera y carne. Sus pies no eran los que veía en el suelo: se perdían bajo tierra como profundas raíces que sostenían la enorme masa cuya frente tocaba el cielo. No habría podido decir ahora cuánto tiempo hacía que había nacido. Se sentía tan viejo como el árbol, tenía doscientos, quinientos años. Todo o que su cuerpo había experimentado, todo lo que le había afectado hasta entonces no era nada al lado de la sed que sentía en ese preciso instante, al unísono del árbol.

¡Apagar la sed en la tierra misma, beber el sol por sus miríadas de hojas, preparar una floración de racimos, tan numerosos como las estrellas de un cielo de enero!

Ante sí, ahora que era un hombre, tenía una importante labor que cumplir. ¿Se trataba de un deber o del profundo deseo de su ser? No habría sabido decirlo. Crear un hogar, procrear, educar a los hijos, a los nietos… pero primero tendría que ser capaz de alimentar a una familia, y después elegir a una mujer –pensó en Vangelia y la cabeza le dio vueltas- , desposarla, hacerla su compañera (…) Su mente trabajaba como una rueda girando en el vacío. Fue presa del vértigo: ¿no hay otra cosa que pueda hacer en esta tierra, más allá de todo esto? –se dijo a sí mismo- . ¡Se ha terminado el tiempo de los placeres! Creta está invadida por los turcos. ¿Cuál es el deber del hombre cuyo padre lo han matado los infieles, y al padre de su padre, y al que han castigado con tantos asesinatos como antepasados le precedieron? ¡La insurrección, hijos míos! ¡La insurrección, árboles, pájaros! ¡La insurrección, cielo adornado de estrellas!

El sol estaba bajo, las sombras se alargaban. Los murciélagos volaban con un vuelo envolvente alrededor del roble. Un nuevo tumulto estalló en el follaje, donde los pájaros se acostaban. Toda la naturaleza reflejaba una emoción –como preparativos apresurados ante un peligro-. Se oía extenderse la noche como un hola subiendo del suelo, como un gran velo cayendo del cielo. Konstantinos aguzó el oído, su nariz se estremeció, su corazón tembló. No era ni el terror ni la aprensión de la noche lo que le invadía, pero sentía, por primera vez, que un profundo misterio le rodeaba, un misterio que surgía como una fuente de su propio corazón.

Las primeras estrellas se alumbraron en el cielo. El viento traía consigo el frescor de las montañas nevadas. Los grillos iniciaron su canto. Konstantinos se encontró envuelto en la noche y, en su oscuro abrazo, sintió brotar de su corazón su virilidad, como un fuego devorador.

 

Pandelis Prelevakis: El Cretense (1948-50).

  

 

 

Última modificación: jueves, 20 de julio de 2017, 12:14