EL DESIERTO

En odres y barriles, el agua del Nilo nos sigue al desierto de Sur. Caminata durante todo el día por la inmensidad de las arenas áridas siguiendo esas vagas huellas que, a fuerza de siglos, han ido creando el paso de los hombres y de los animales, y que son los caminos del desierto. Los monótonos horizontes tiemblan a lo lejos. Arenas sembradas de piedras grisáceas; todo son grises, grises rosados o grises amarillentos. De lejos en lejos, una planta de color verde pálido da una imperceptible flor negra, y los largos cuellos de los camellos bajan y se estiran para intentar pacerla.

Los horizontes tiemblan de calor. A veces se espera encontrar, para la cabeza, la sombra de una nube errando en lo infinito del cielo, sombra errante también sobre lo infinito de las arenas. Pero pasa de largo y huye. Las pequeñas sombras inútiles de las nubes se van refrescando tan sólo las piedras o viejos esqueletos blanqueados.

Inútiles también, los espesos nubarrones que ahora, al final de la limpia mañana, hacia la hora meridiana, empiezan a acumularse allí, sobre las montañas muertas, llevando su velo de frescor y de misterio ahí donde no hay nada. Cada vez más, se condensan, envolviendo de vapores esas lejanías sin vida; lo cambiante y lo irreal parecen rodearnos ahora; hacia todas las direcciones las arenas sobre las que caminamos se ahogan en un cielo cada vez más bajo y más sombrío, e incluso el mismo sol palidece como para apagarse. Aquí y allá, solamente, al azar de un desgarre en esos telones de sombra, la cima desnuda de una montaña se ilumina, o bien, más cerca de nosotros, bajo un claro por el que caen algunos rayos, una colina de arena con lentejuelas de mica se pone a brillar como un túmulo de plata.

Durante la pausa bochornosa del medio día, nuestros camellos de carga nos adelantan, como es costumbre en las caravanas, llevando, hacia el fondo de inquietantes lejanías, nuestros equipajes y nuestras tiendas, para que al llegar junto a ellos al final de la etapa podamos encontrar nuestro campamento montado de antemano.

Más solitarios, por tanto, retomamos la marcha del final de la jornada. Y, poco a poco, el espíritu se adormece en la monotonía del paso lento y del eterno balanceo del gran animal infatigable, que camina, camina sobre sus largas patas. Y en el primer plano de todas las cosas grises, los ojos velados por el sueño, que se entrecierran, no perciben más que la continua ondulación de su cuello, del mismo color gris amarillento que la arena, y la nuca de su cabeza peluda, parecida a una pequeña cabeza de león, rodeada de un ornamento salvaje, de conchas blancas y perlas azules, con borlas de lana negra. 

 

Hacia la noche, entramos en una región sembrada, hasta donde alcanza la vista, de retamas, una especie de triste jardín sin límites visibles, y el viento, que se levanta, lo recubre y difumina con un fino polvo de arena.

Cada vez más fuerte, este viento que nada detiene. Bajo la luz mortecina, las cosas ya no se ven más que a través de esta extraña nube amarilla, de una lívida transparencia. Nuestras tiendas, que aparecen allí, destacan en la lejanía, en medio de la inmensidad desnuda, toman proporciones de pirámides en este vaho de arena, y nuestros camellos porteadores, que vagan alrededor paciendo las retamas, parecen animales gigantes comiendo árboles bajo las últimas luces pálidas del crepúsculo.

Bajo un gran viento, que agita nuestras tiendas haciéndolas restallar con el ruido del velamen de un barco, nos detenemos ahí para pasar la noche, en este punto cualquiera de la soledad infinita.

 

Pierre LOTI (1895). Le désert

Disponible en http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k5828140t.r=pierre+loti+desert.langES

 

 

 

Última modificación: jueves, 20 de julio de 2017, 12:15