Evocaciones literarias del Tema 6
IMAGEN ROMÁNTICA DE LA SELVANavegábamos entonces por un brazo del río de unos 3 kilómetros de ancho. En este lugar la anchura del río sobrepasaba los 30 kilómetros, pero su curso está dividido en tres partes por un rosario de grandes islas. Su aspecto es aún más impresionante. No se parece a un lago, como las aguas del Pará o del Tocantins, sino que tiene todo el ímpetu de un río inmenso que fluye (...) al salir el sol, una cadena de colinas azules, la sierra de Almeyrim, apareció a lo lejos, en la orilla izquierda. ¡Qué espectáculo tan vivificante después de una estancia tan prolongada en terrenos llanos! Según von Martius, que ha desembarcado aquí, estas colinas se elevan a unos 250 metros sobre el río y están cubiertas hasta la cima por una tupida selva(…) Teníamos la costumbre de descansar en terrenos descubiertos, en un lugar que no estuviese muy lleno de hormigas y cerca del agua. Allí nos reuníamos después de la dura caza matinal en la selva. Sentados en el suelo tomábamos el bien merecido almuerzo –con dos grandes hojas de plátano salvaje a modo de mantel- y descansábamos unas horas bajo el agobiante calor del mediodía. En ese tiempo teníamos ocasión de observar un buen número de lagartos grandes y hermosos, de unos sesenta centímetros, de una especie que los indígenas llaman jucuarú (Teius teguexim). Durante las tranquilas horas de la siesta los lagartos retozaban ruidosamente entre las hojas muertas, como si se persiguieran unos a otros. El ligero batir de alas de las grandes mariposas morfos, azules y negras, por encima de nuestras cabezas, el zumbido de los insectos y numerosos ruidos inanimados no eran ajenos a la sensación producida por esa asombrosa soledad. Las copas de los árboles se enlazaban a una altura vertiginosa. De vez en cuando algunos pesados frutos caían al agua con un “pluf” que nos sobresaltaba. La brisa soplaba en las ramas más altas moviendo las lianas sipós que crujían y gemían en todos los tonos
Henry Walter Bates: The naturalist on the river Amazon (1863) Disponible en http://lcweb2.loc.gov/cgi-bin/ampage?collId=rbc3&fileName=rbc0001_2008rare32931vol1page.db&recNum=9 |
LOS MIEDOS: PERDIDO EN LA SELVACaminé durante un rato y tuve la impresión de haber llegado mucho más lejos de lo que pensaba. De pronto vi una caja de cerillas vacía. La había tirado yo cuando emprendí el regreso. Había estado caminando en círculo y me encontraba exactamente en el mismo punto que una hora antes. Aquello no me gustaba. Pero miré a mi alrededor y me puse en marcha de nuevo. Hacía un calor insoportable y chorreaba de sudor. Sabía aproximadamente en qué dirección se encontraba el campamento y busqué huellas de mis pisadas para comprobar si había venido por allí. Creí encontrar una y seguí adelante con esperanza. Tenía muchísima sed. Seguí caminando procurando orientarme por los tocones y las plantas trepadoras, y de pronto me di cuenta de que me había perdido. No podía haber llegado tan lejos en la dirección correcta sin toparme con el campamento. Estaba realmente asustado. Sabía que debía mantener la calma, de modo que me senté un rato a pensar. La sed me atormentaba. Ya había pasado el mediodía y en tres o cuatro horas sería de noche. No me agradaba en absoluto la idea de pasar la noche en la selva. Lo único que se me ocurrió fue intentar buscar un arroyo; siguiendo su curso iría a dar a otro arroyo mayor, y tarde o temprano al río. Pero podía tardar dos días. Me lamenté de haber sido tan estúpido, pero no podía hacer otra cosa y empecé a caminar. En cualquier caso, si encontrara un arroyo podría aplacar la sed. No encontré ni un hilillo de agua por ninguna parte, ni siquiera el más pequeño riachuelo que pudiera conducirme a algo parecido a un arroyo. Comencé a inquietarme. Vagué por la selva hasta que al final caí rendido. Sabía que había muchos animales en la selva, y si me topaba con un rinoceronte estaba perdido. Lo que más me exasperaba era saber que me encontraba a menos de quince kilómetros de mi campamento. Declinaba el día, y la oscuridad se iba adueñando ya de las profundidades de la selva. Si hubiera traído una escopeta podría dispararla. En el campamento se habrían dado cuenta de que me había perdido y me estarían buscando. La maleza era tan densa que me impedía ver más allá de dos metros y, súbitamente, no sé si por efecto de los nervios, tuve la sensación de que un animal caminaba sigilosamente a mi lado. Me detuve y él también se detuvo. Reanudé el paso y él también lo reanudó. No podía verlo. No percibía ningún movimiento entre la maleza. No oía siquiera el crujido de una rama o el roce de un cuerpo entre las hojas, pero sabía con qué sigilo pueden moverse estas bestias, y estaba seguro de que algo me acechaba. Mi corazón latía con tanta violencia que parecía a punto de estallar. Estaba aterrorizado.
Somerset Maugham: The casuarina tree (1926). |
… Y LOS PELIGROSSerían aproximadamente las nueve de la noche cuando salí de la choza padeciendo angustiosos dolores de vientre. No habría caminado veinte metros entre el platanar del pueblo, cuando sentí que mis piernas se hundían en el terreno. En aquel mismo momento sentí picaduras en todo el cuerpo. Había caído en un hormiguero. Con la desesperación propia del que se encuentra en un peligro eminente, di un salto que debió ser gigantesco y corrí veloz a la choza. Elombuangani que estaba sentado en cuclillas se puso de pies pero quedó quieto sin comprender la causa de mi brusca entrada, pero al ver que me quitaba precipitadamente mis ropas gritó ¡Ukokombo! (¡hormigas!). Arrancó de golpe un trozo de tela que pendía del techo haciendo el oficio de mosquitero, cortó con su cuchillo la correa que sujetaba mi cintura y en unos segundos me desnudó por completo, forrándome con la tela que tenía preparada. En aquellos momentos una negra columna, amenazadora, ondulante como el cuerpo de gigantesca serpiente, entraba en la choza. Millares de insectos se extendieron por todos los lados buscando el enemigo que había alterado la tranquilidad de sus guaridas. Las voces de mi criado fueron el grito de alarma; la gente corría de un lado para otro, como si se tratara de un combate o una emboscada y pronto una línea de fuego apareció rodeando la choza que momentos antes ocupaba. Así quedó conjurado el peligro. Al día siguiente continuaba la choza cubierta de hormigas por todos lados, desde el tejado al suelo, mientras que por el exterior avanzaban en columnas cerradas que se cruzaban unas con otras, perdiéndose los extremos en lo inextricable de los bosques próximos. Los habitantes de Jondo no podían hacer otra cosa que mantener la línea de fuego que incomunicaba el resto del pueblo y esperar unos días a que la invasión concluyese, pues el alterar el orden de las columnas, el espantarlas echando en ellas tizones encendidos, produce resultados perjudiciales. Las hormigas, entonces, se extienden en todas direcciones y es muy fácil que consigan salvar todos los obstáculos que se les presenten incluso el del fuego. El que no ha recorrido estos países no puede comprender hasta qué punto llega el peligro que se corre al caer en un hormiguero en África; pero es preciso tener en cuenta que estos insectos viven reunidos en gran número, pues se cuentan por millones los asociados a un mismo grupo; sus dimensiones son tales, que algunas especies alcanzan a medir dos centímetros de longitud; minan el suelo; se extienden por los troncos, ramas y hojas de los vegetales; obedecen instantáneamente a una voz de sus jefes, de modo que el ataque es simultáneo; contienen en sus mandíbulas un jugo que inoculan y que produce una enervación y una laxitud muscular rápidas, y su ferocidad y ardor bélico es tan grande que no retroceden nunca, una vez hostigadas, por nada ni ante nada. En este mismo mes de junio dos hombres de la tribu de los kumbes que recorrían las selvas próximas al río Eyo, se metieron inadvertidamente en un hormiguero; uno de ellos tuvo la suerte de que yo gocé, buscó en la huida el mismo camino que había llevado; el otro huyó a la derecha hundiéndose más y más en el terreno minado y removido por estos insectos. De las ramas de los árboles caían como espesa lluvia millares de hormigas; el suelo, antes blanco, se convirtió en negro, parecía que hervía y trepidaba. La forma humana desapareció bajo una capa de insectos; aún tenía la víctima fuerza en sus brazos y piernas para luchar, pero en vano; bien pronto sintió un temblor general, sus músculos no obedecieron, estiró los brazos buscando desesperadamente una salvación imposible y cayó de espalda enterrado bajo sus propios enemigos. Manuel Iradier: África. Viajes y trabajos de la Asociación Eúskara La Exploradora (1887)
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