COSTUMBRES DE LOS HABITANTES DEL MACIZO DEL MONT BLANC

…La caza de sarrios ocupa aún a muchos habitantes de las montañas y se lleva,  frecuentemente en su mejor edad, a muchos hombres que resultan necesarios a sus familias. Y cuando se conoce cómo se desarrolla esta caza, llama la atención que un modo de vida tan penoso y tan peligroso a la vez ejerza un irresistible atractivo en aquellos que se han acostumbrado a él. El cazador de sarrios sale normalmente durante la noche, para encontrarse al amanecer en los pastos más altos a los que acude el sarrio a pacer antes de la llegada de los rebaños. En cuanto localiza los lugares donde espera encontrarlo, los inspecciona cuidadosamente con el catalejo. Si no ve ninguno, se acerca ascendiendo cada vez más; pero si los ve, trata de situarse por encima de ellos y de acercarse bordeando algún barranco o deslizándose tras alguna eminencia o tras alguna roca. Alcanzado el punto en el que puede distinguir sus dos cuernos, tal es su modo de estimar la distancia, apoya su fusil sobre una roca, apunta con mucha sangre fría, y pocas veces falla. Este fusil es una carabina rayada en la que la bala entra a fuerza, y frecuentemente estas carabinas son de dos tiros, aunque con un solo cañón (…) Si ha matado al sarrio, corre hacia su presa, la asegura cortándole las corvas y considera el trayecto que le queda por hacer para volver hasta su pueblo. Si la ruta es muy difícil, despelleja al sarrio y no toma más que su piel pero, a poco practicable que resulte el camino, carga su presa sobre los hombros y la lleva a casa, con frecuencia atravesando precipicios y a grandes distancias. Él y su familia se alimentan de la carne, que es muy buena, sobre todo cuando el animal es joven, y hace secar la piel para venderla. Pero si, como es el caso más frecuente, el atento animal observa la llegada del cazador, huye a la mayor velocidad por los glaciares, sobre las nieves y sobre las rocas más escarpadas. Es difícil de aproximar sobre todo cuando hay varios juntos. Entonces, uno de ellos, mientras que los demás pastan, se yergue destacado sobre la punta de alguna roca que domina todas la extensión de sus pastos; en cuanto este centinela observa un objeto de temor, emite una especie de silbido a cuyo sonido acuden todos los demás sarrios para juzgar por sí mismos la naturaleza y el objeto del peligro, y si entonces ven que se trata de una fiera o de un cazador, el más experimentado se pone a la cabeza y huyen en fila hacia los lugares más inaccesibles. Y ahí es donde empiezan las fatigas del cazador ya que, arrastrado por su pasión, se olvida del peligro, pasa sobre las nieves sin preocuparse por los abismos que pueden ocultar, acomete las rutas más peligrosas, sube, se lanza de roca en roca, sin saber cómo podrá ser su vuelta. Frecuentemente la noche le detiene en medio de la persecución, pero no renuncia por ello a proseguir y se jacta de que la misma causa detendrá también a los sarrios y que podrá alcanzarlos al día siguiente. Pasa pues la noche, no al pie de un árbol como haría el cazador del llano, ni en un refugio tapizado de verde, sino al pie de una roca, muchas veces incluso sobre una acumulación de derrubios donde no existe el más mínimo tipo de abrigo. Ahí, solo, sin fuego, sin luz, saca de su zurrón un poco de queso y un trozo de pan de avena que le sirven de alimento ordinario; pan tan seco que debe romperlo entre dos piedras o con el hacha que lleva consigo para tallar escalones en el hielo; hace tristemente su frugal comida, coloca una piedra bajo su cabeza y se duerme soñando en la dirección que pueden haber tomado los sarrios que está persiguiendo. Pero pronto despierto por el frescor del amanecer se levanta transido de frío, evalúa con la vista los precipicios que deberá franquear para alcanzar a los sarrios, bebe un poco de ese aguardiente que nunca falta entre sus provisiones, vuelve a colgar el zurrón del hombro y se va a correr nuevos peligros. Estos cazadores a veces permanecen de tal modo varios días seguidos en estas soledades y, mientras tanto, sus familias, sus desdichadas mujeres sobre todo, quedan expuestas a las más horrorosas preocupaciones, ni siquiera se atreven a dormir por miedo a verles aparecer en sueños, ya que es una idea extendida en la región que cuando un hombre fallece en el hielo o sobre alguna roca ignorada, vuelve por la noche para aparecerse a la persona que le ha sido más querida para revelarle donde se encuentra su cuerpo y para rogarle que organice sus últimos deberes.

De acuerdo con este fiel retrato de la vida de los cazadores de sarrios ¿es posible comprender que esta caza sea objeto de una pasión absolutamente insuperable? He conocido a un joven de la parroquia de Sixt, bien constituido, con una hermosa figura, que acababa de esposar a una mujer encantadora. Él mismo me decía: “mi abuelo murió cazando, mi padre también, estoy tan persuadido de que moriré por el mismo motivo que a esta bolsa que usted ve, señor, y que llevo cuando voy de caza, la llamo mi sudario, porque estoy seguro de que nunca tendré otro. Y sin embargo, si usted me ofreciera hacer una fortuna a cambio de renunciar a la caza de rebecos, no renunciaría”. He hecho algunos recorridos en los Alpes con este hombre. Era de una habilidad y de una fortaleza sorprendente. Pero su temeridad era aún mayor que su fuerza y dos años más tarde he sabido que una pisada le falló al borde de un precipicio donde sufrió la suerte que tan claramente se esperaba.

Los pocos que logran envejecer ejerciendo este oficio llevan grabada en su fisonomía la huella de la vida que han practicado; un aspecto salvaje, azorado, arisco permite que se les reconozca en medio de la muchedumbre, incluso cuando no llevan su vestimenta habitual. Y es sin duda esta mala fisonomía la que hace creer a algunos campesinos supersticiosos que son hechiceros, que en esas soledades tienen comercio con el diablo y que es él quien les empuja hacia los precipicios. ¿Cuál es por tanto el atractivo de este tipo de vida? No es la codicia, al menos una codicia racional, ya que el más hermoso sarrio no produce nunca más de doce francos a quien lo mata, incluyendo el valor de la carne; y ahora que su número se ha reducido mucho, el tiempo que normalmente se dedica a la captura de uno vale mucho más que esos doce francos. Son los peligros mismos, esta alternancia de esperanzas y de temores, la tensión continua que esos movimientos mantienen en su alma son los que excitan al cazador, del mismo modo que animan al jugador, al guerrero, al navegante e incluso, hasta cierto punto, al naturalista de los Alpes cuya vida, en ciertos aspectos, se parece a la del cazador de sarrios.

 

H.B. de Saussure (1779-1796) Voyages dans les Alpes.

Disponible en http://gallica.bnf.fr/Search?ArianeWireIndex=index&p=1&lang=ES&q=saussure+voyages+dans+les+alpes

 

 

Última modificación: jueves, 20 de julio de 2017, 12:17