01,-Manhattan 

 

 

Desde su aparición, y a lo largo de la mayor parte de su historia, los sucesivos grupos humanos obtuvieron los recursos necesarios para su supervivencia compitiendo con el resto de los animales que explotaban idénticos nichos ecológicos. La población era muy reducida y formaba pequeños grupos divagantes que se repartían por la mayor parte de los continentes por lo que la caza, pesca o recolección practicada por ellos, no demasiado diferente de la otros animales, era un elemento más de la compleja red de relaciones y flujos presentes en los ecosistemas. 

Sin embargo, nuestra especie contó con una serie de atributos que le permitieron imponerse a las demás: una inteligencia superior, la capacidad para comunicarse mediante el habla y un par de manos extraordinariamente versátiles que, gracias al bipedismo, quedaron “liberadas” para todo tipo de usos. 

Ninguno de estos atributos es estrictamente humano ya que, en menor o menor grado, aparecen en otros animales pero sí lo son su desarrollo y la coincidencia de los tres (que permite un perfeccionamiento continuo gracias a la retroalimentación que se produce entre ellos). 

En la práctica, estas ventajas son las únicas con las que contaron los humanos que, sin ellas, no serían más que vulnerables mamíferos, mediocres corredores, no demasiado ágiles e incapaces de competir con los grandes depredadores. Sin embargo, resultaron definitivas ya que les permitieron desarrollar una cultura y, a través de ella, imponerse sobre todas las demás especies así como modificar a su antojo su entorno vital. De hecho, uno de los rasgos más diferenciadores de la especie humana desde el punto de vista de la ecología, es su capacidad para alterar el entorno y adaptarlo a sus propias necesidades practicando una auténtica “ingeniería de ecosistemas”. Sólo ésto explica que se haya logrado alimentar a una población muy superior a la que podría vivir de los recursos estrictamente naturales haciendo posible el espectacular crecimiento demográfico de nuestra especie.

Según algunas estimaciones, hace 10.000 años la biomasa conjunta de los seres humanos y de su ganado representaba menos del 1% de la total de los vertebrados terrestres mientras que en la actualidad, podría alcanzar 98%. Ello implica un incremento equivalente en el porcentaje de masa vegetal que debe destinarse a su alimentación: en la actualidad, consumimos cerca de un tercio de la producción primaria neta del conjunto de la Biosfera.

 

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Desde un punto de vista ecológico la evolución demográfica reciente de la especie humana es la propia de una plaga. La satisfacción de las necesidades crecientes de la población conduce a una sobreexplotación de los recursos naturales y a una progresiva antropización del medio cuya máxima expresión son las ciudades. 

  

Las consecuencias de esta “ingeniería de ecosistemas” son múltiples e incluyen una modificación de la cubierta vegetal, la alteración de varios ciclos biogeoquímicos, un periodo de extinciones masivas y el inicio de un cambio climático sin precedentes. En todos estos casos la intensidad y magnitud de los fenómenos inducidos por la humanidad es comparable, cuando no superior, a la de los naturales hasta el punto de que, en la actualidad, hemos dejado de ser un componente más de los ecosistemas para convertirnos en uno de los factores más determinantes de sus procesos. 

A esta situación se ha ido llegando poco a poco. Muy lenta al principio (durante cientos de miles de años los únicos impactos de cierta relevancia producidos por la humanidad debieron ser incendios localizados), se ha ido generalizando y acelerando hasta llegar a la actualidad. El momento clave en esta evolución se produce cuando el Homo sapiens deja de ser un depredador-recolector que se limita a aprovechar “lo que encuentra” y empieza a producir sus propios alimentos dando origen a la ganadería y a la agricultura. El fenómeno, que permite definir el periodo Neolítico, tuvo lugar por primera vez en Oriente Medio hace unos 10.500 años pero durante los milenios siguientes se repitió de manera espontánea en otras regiones de la tierra desde las que se extendió rápidamente al resto de las regiones habitadas.

Desde el punto de vista ambiental, el advenimiento de las actividades agrarias tiene una enorme importancia porque marca el inicio de la transformación consciente del medio por parte del ser humano dando paso a lo que algunos autores denominan el “Antropoceno”.

 

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La agricultura apareció en Oriente Medio hace más de diez mil años aunque el proceso se repitió de manera espontánea en otros focos desde donde se extendió rápidamente por todo el mundo. 

Fuente: elaboración propia.

 

La agricultura, la ganadería y la silvicultura implican una importante alteración de los ambientes naturales preexistentes y su sustitución por otros que, en general, podemos considerar “seminaturales”. En estos entornos, frecuentemente llamados “ecosistemas agrarios” o “agroecosistemas”, es donde se ha conservado hasta hoy gran parte de la biodiversidad mundial. 

Sólo en época reciente se han ido generalizando nuevas formas de agricultura intensiva (cuyo máximo exponente son los cultivos sin suelo, bajo invernadero o en edificios) que generan entornos totalmente artificiales más próximos a los ecosistemas urbanos que a los agrarios.

El Neolítico presenció otro hecho fundamental para el medio ambiente: la aparición de las ciudades. Y también en este caso las consecuencias fueron adquiriendo importancia de manera muy progresiva. Los primeros asentamientos eran pequeñas aldeas intercaladas entre los espacios agrarios bien integradas ambientalmente por lo que durante un cierto tiempo no debieron producir impactos importantes en el medio natural. Sin embargo, algunas de estas poblaciones empezaron a crecer adquiriendo nuevas funciones, extendiendo su área de influencia hasta distancias cada vez mayores y vinculándose a otras ciudades a través de una tupida malla de vías de comunicación. Esta tendencia, que se ha ido intensificando progresivamente, ha supuesto un continuo incremento de la presión sobre los recursos naturales situados alrededor del núcleo y una paulatina antropización de su superficie. 

En la actualidad, las grandes ciudades se nos muestran desde el punto de vista ambiental como espacios ligados entre sí pero muy diferenciados de su entorno natural. Constituyen peculiares ecosistemas artificiales de escaso valor ambiental pero muy importantes para nosotros ya que es en ellos donde transcurre la existencia de la mayor parte de la humanidad.

 

Pero los efectos de la actividad humana en el medio no se limitan a la transformación gradual del territorio a medida que éste va siendo ocupado o es objeto de explotación: numerosas situaciones son susceptibles de generar desastres o destrucción y, a través de ellos, impactos ambientales capaces de influir en la distribución de numerosas especies. Es el caso, por ejemplo, de las guerras o de los grandes desastres industriales, acontecimientos prácticamente instantáneos pero cuyas consecuencias pueden alterar el medio natural durante largos periodos poniendo a prueba su capacidad de resiliencia.  

 

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Las ciudades están unidas por grandes ejes de comunicación que forman una red cada vez más densa. Infranqueables para muchas especies, estas infraestructuras compartimentan el medio natural aislando a las poblaciones de cada sector.

Foto: autopista AP7 a su paso por Cerdanyola del Vallés (Barcelona).

 

La riqueza y el grado de alteración que presentan hoy los distintos ecosistemas, incluidos los agrarios o urbanos, son muy diversos y cambian rápidamente en el espacio y en el tiempo por lo que cualquier sistematización es extremadamente difícil. Muchos medios de apariencia natural pueden presentar una biodiversidad ínfima y ser muy distintos de los que tendrían que existir en la región a la que pertenecen (como ocurre en el caso de algunos “bosques” europeos) mientras que algunos ambientes agrarios o, incluso, artificiales, contribuyen hoy al equilibrio general, conservan cierta riqueza e incluso son un buen refugio para algunas especies amenazadas: así, por ejemplo, la mayor densidad del mundo de halcón peregrino (Falco peregrinus) se encuentra en la isla de Manhattan.   

No obstante, se admite que la cubierta vegetal ha sido alterada por la acción o presencia humana en cerca de tres cuartas partes de la superficie terrestre y que, por tanto, sólo una cuarta parte de las tierras emergidas, de las que más de la mitad corresponden a desiertos, permanecen en estado más o menos salvaje. 

Conocidos estos hechos, no tiene sentido que la Biogeografía limite su campo de estudio a los ambientes supuestamente “naturales”, como ha hecho habitualmente hasta ahora, ignorando que esta condición es residual en la mayor parte de la superficie terrestre y que, salvo excepciones, los paisajes que hoy nos rodean son el resultado de una prolongada dialéctica entre los procesos naturales y los asociados a la acción humana.  

 

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La convivencia normal con las especies “salvajes” o “silvestres” no siempre es posible lo que, en la actualidad, condena a muchas de ellas a la desaparición. 

Foto: cartel advirtiendo a la población de la presencia de pumas en un área residencial en Point Reyes (California, EEUU).

Última modificación: martes, 18 de julio de 2017, 14:10