8.1 Los ecosistemas agrarios
Las actividades agrarias implican la sustitución de las especies preexistentes en un determinado lugar por otras de mayor valor económico, normalmente foráneas, que se plantan o crían con el objetivo de ser aprovechadas en el momento oportuno. Suponen un drástico empobrecimiento en términos de biodiversidad ya que las plantas o animales considerados “inútiles” intentan ser eliminados. Además, con objeto de obtener el máximo rendimiento posible, se modifican los factores bióticos y abióticos del entorno (composición del suelo, agua disponible, etc) generando unos ecosistemas extremadamente simples en los que el ser humano es quien controla los flujos de materia y energía y quien decide cuáles van a ser las especies productoras (las plantas cultivadas) y las consumidoras (el ganado o las personas).
Las actividades agrarias han supuesto la total transformación del paisaje de muchas regiones modificando no sólo la cubierta vegetal sino también el modelado de vertientes y la hidrografía. Foto: cultivos en terrazas en Dhulikhel (Nepal). |
En los ecosistemas agrarios la materia no circula formando ciclos cerrados (como ocurre en el medio natural) ya que las sustancias absorbidas por las plantas o consumidas por el ganado se exportan para ser utilizadas en otros sitios en lugar de restituirse al suelo al final del ciclo. Por esta razón, para mantener su productividad, es imprescindible reponer artificialmente dichas sustancias incorporando fertilizantes al medio. Sin embargo, el abonado altera la composición del suelo y es fácilmente arrastrado por el agua de escorrentía contaminando rápidamente los acuíferos, ríos y lagos.
La mayor parte de las aguas continentales de los países avanzados presenta problemas crónicos de contaminación agraria. Como consecuencia de ella, suelen presentar un contenido excesivo en nutrientes (sales minerales, materia orgánica…) que favorecen un crecimiento incontrolado del fitoplancton y de numerosas plantas acuáticas que, a su vez, restan transparencia al agua y consumen todo el oxígeno libre contenido en ella impidiendo la presencia de otras especies más exigentes. Este fenómeno (conocido como “eutrofización”) puede producirse a bastante distancia del lugar de origen de la contaminación y supone una amenaza muy importante para la biodiversidad de los medios acuáticos.
La agricultura exige la erradicación de la vegetación originaria y de los animales fitófagos susceptibles de dañar las cosechas. Esto se logra fácilmente en el caso de los árboles y arbustos pero resulta mucho más complicado en el de muchas herbáceas que dispersan continuamente sus abundantes semillas a través de los cultivos y se instalan en medio de ellos gracias a su rápido crecimiento, carácter acomodaticio y, en algunos casos, extraordinaria resistencia. Son las popularmente llamadas “malas hierbas” por lo difíciles que resultan de eliminar y la competencia que hacen a las plantas cultivadas.
Tradicionalmente, y aún hoy en las regiones más desfavorecidas, la eliminación de las “malas hierbas” se ha realizado manualmente pero en la actualidad se ha generalizado el uso de herbicidas cuyas consecuencias deletéreas afectan también a un gran número de especies de plantas, algas y microfauna causando un grave empobrecimiento del conjunto del ecosistema.
Algunas plantas tienen una extraordinaria capacidad para resistir la presión agraria y se instalan permanentemente entre los cultivos. Son las popularmente llamadas “malas hierbas” aunque desempeñan un papel ambiental muy importante. Foto: campos de cultivo en Maderuelo (Segovia, España). |
La situación es aún más compleja en el caso de los animales que gracias a su capacidad de desplazamiento pueden llegar muy rápidamente desde el exterior atraídos por los recursos proporcionados por el propio cultivo. De ahí que la fauna que frecuenta las pequeñas parcelas rodeadas de ambientes naturales o seminaturales sea relativamente numerosa (a veces en detrimento de los intereses del agricultor) mientras que las amplias extensiones agrícolas carentes de áreas de refugio para los animales son muy pobres en especies salvajes.
La gran fauna puede causar importantes destrozos en los cultivos pero su eliminación es (o da la impresión de ser) relativamente fácil ya que el número de individuos existente es siempre limitado y el “enemigo” es fácil de identificar y puede cazarse. Por eso, los macromamíferos, o incluso las grandes aves, han sido frecuentemente exterminados y son poco numerosos en las regiones agrícolas más transformadas. Sin embargo, los verdaderos enemigos del agricultor son algunos roedores y un buen número de insectos que se alimentan a costa de los cultivos y cuya proliferación puede ser explosiva gracias a la desaparición de sus depredadores naturales y a la abundancia de alimento de que disponen. Estos animales son mucho más difíciles de eliminar y originan las llamadas “plagas” ya que sus tasas de reproducción son muy elevadas y frecuentemente desarrollan resistencia frente a los insecticidas con los que son combatidos. Sin embargo, estos insectos y roedores tienen sus propios depredadores que, cuando son respetados por el agricultor, pueden acudir atraídos por la abundancia de presas. Es el caso, por ejemplo, de las pequeñas rapaces que se alimentan de ratoncillos campestres y que se vuelven muy abundantes en algunas áreas cultivadas.
Más allá de las generalidades anteriores, la diversidad biogeográfica de los espacios agrarios mundiales es enorme y su casuística, por excesiva, no puede ser descrita aquí.
La presencia de arbolado y el predominio de pequeñas parcelas separadas por cierres naturales ofrecen oportunidades a muchas especies y permite la existencia de agroecosistemas con una elevada biodiversidad. Foto: paisaje de bocage en Cuestahedo (Burgos, España). |
En muchas ocasiones contienen una notable biodiversidad, la calidad y complejidad de los ecosistemas que constituyen es alta y forman unidades de paisaje que se integran bien en el entorno por lo que, aun siendo ambientes artificiales, contribuyen a diversificar los hábitats y, en su estado actual, resultan compatibles con la preservación de los valores naturales. En general, aunque no siempre, esta situación está asociada a la agricultura tradicional con policultivo y parcelas cercadas de pequeñas dimensiones entre las que se intercalan restos de bosque o extensiones de pastos.
Pero el escenario puede ser el contrario ya que la tendencia más habitual es hacia una intensificación y especialización de la agricultura que, en las situaciones “ideales”, puede dar lugar a grandes extensiones de monocultivos prácticamente sin espacios intersticiales y que exigen la utilización de maquinaria pesada y de ingentes cantidades de pesticidas y agroquímicos. La producción anual de fitomasa de estos lugares rivaliza con la de los ecosistemas más productivos de la Tierra aunque su biodiversidad es inferior a la de los grandes desiertos y, desde el punto de vista ambiental, su importancia es muy baja.
Casos extremos, aunque bastante limitados espacialmente todavía, son los cultivos bajo plástico, sin suelo o hidropónicos que se realizan en condiciones íntegramente artificiales y sin relación con el clima, suelos o condicionantes locales. Constituyen enclaves totalmente aislados del resto del territorio por fronteras que las especies salvajes no son capaces de atravesar y pueden considerarse fuera del campo de intereses de la Biogeografía.
La intensificación de la agricultura conduce a la creación de ambientes totalmente artificiales y aislados de su entorno como ocurre en el caso de los cultivos en invernadero o bajo plástico. Foto: Palos de la Frontera (Huelva, España). |
En los espacios ganaderos existe una gradación parecida a la que acaba de ser descrita para la agricultura, desde aquellos que presentan una situación muy próxima al estado natural hasta los que son totalmente artificiales. No obstante, en general, el grado de transformación de las superficies dedicadas al ganado es menor que el de las cultivadas y su integración entre los ecosistemas naturales mucho mejor.
En numerosas regiones de la tierra el ganado se limita a aprovechar la hierba existente en las formaciones abiertas (sabana, pradera, pampas, prados alpinos…) o es instalado en superficies de pastizal generadas tras antiguas roturaciones y que, no excesivamente transformadas desde entonces, se mantienen mediante incendios periódicos. En todos estos sitios los agroecosistemas resultantes son relativamente próximos a los ecosistemas naturales preexistentes (o han tenido tiempo de integrarse entre los mismos) ya que la mayor parte de la vegetación es autóctona y el ganado comparte los recursos tróficos con la fauna local sin excesivos conflictos (con la habitual y significativa excepción de los provocados por los grandes depredadores que producen daños inaceptables para los ganaderos y que éstos intentan exterminar).
Muchas formas de ganadería tradicional se integran muy bien en el medio y son compatibles con la conservación de los ecosistemas naturales. Foto: desplazamiento de un rebaño de ovejas en Gortina (Creta, Grecia). |
En esos lugares, las principales alteraciones ambientales que produce la actividad ganadera consisten en:
- Una pérdida de biodiversidad vegetal, especialmente notoria en el caso de los árboles y arbustos (aunque existen sistemas agrosilvopastoriles basados en el mantenimiento de un bosque aclarado o de amplias superficies de arbolado autóctono que sostienen una extraordinaria riqueza en especies).
- Un fuerte aumento de las herbáceas de carácter heliófilo, nitrófilo y pirófito (causado respectivamente por la desaparición de los árboles productores de sombra, por las deyecciones del ganado y por el incremento de los incendios).
- Incremento de la fauna propia de espacios abiertos y esteparios en detrimento de la forestal (especialmente relevante entre las aves).
- Un importante aumento del número de animales fitófagos u oportunistas a los que favorece la desaparición o fuerte declive de los grandes depredadores.
Sin embargo, en las economías más avanzadas y en algunas regiones de muy alta densidad de población donde el suelo es escaso (EEUU, Europa Occidental, China…), la ganadería se ha ido intensificando buscando una mayor competitividad. Este hecho ha implicado una progresiva pérdida de conexión con el medio ambiente local: los animales están estabulados o se concentran en superficies muy reducidas, se alimentan exclusivamente con pienso (cuyo origen, en ciertos casos, ni siquiera es vegetal) y sus deyecciones no enriquecen el suelo sino que se tratan como residuos contaminantes que deben ser evacuados a otros lugares.
En los terrenos ocupados por este tipo de explotaciones los flujos de materia o energía y la red de relaciones interespecíficas propias de los ecosistemas naturales quedan absolutamente desfigurados y el entorno resultante debe considerarse como totalmente artificial.
A medida que se intensifica y se “moderniza”, la ganadería va originando ecosistemas más pobres y distantes de los naturales. La totalidad del alimento consumido por el ganado debe ser importada del mismo modo que tanto sus residuos, muy contaminantes a causa de su gran volumen, como su propia biomasa son exportados con lo que los ciclos naturales de energía y nutrientes desaparecen. Foto: explotación ganadera en el valle de San Joaquín (California, EEUU). |
Salvo en casos extremos no muy extendidos, la agricultura y la ganadería dependen del suelo y de los condicionantes naturales de cada región y originan entornos que conservan en mayor o menor grado características propias de los ecosistemas preexistentes y circundantes. Sin embargo, por definición, se trata de actividades que persiguen lograr el máximo desarrollo de ciertas especies rompiendo el equilibrio natural a su favor y eliminando a cuantas otras pudieran comprometer su rendimiento. A ello hay que añadir además que se trata de las actividades humanas que requieren superficies más amplias. Todo lo anterior explica que su continua extensión a lo largo de los últimos diez mil años haya sido la causa de las mayores transformaciones que ha conocido la Biosfera desde su origen.
Los datos propuestos por las distintas fuentes varían mucho pero se estima que más de la mitad de la superficie terrestre se dedica a los diversos tipos de actividades agrarias: 25% del total sería objeto de aprovechamiento ganadero, 15% estaría ocupado por plantaciones forestales y 12% por cultivos.
Los monocultivos practicados en campos abiertos suelen acompañarse del uso de abundantes agroquímicos y pesticidas. En estos ambientes la elevada producción anual de fitomasa contrasta llamativamente con una biodiversidad extremadamente baja. Foto: cultivos en Castrillo Tejeriego (Valladolid, España). |
La expansión de los agroecosistemas se ha efectuado a costa de los sistemas naturales produciendo una importante pérdida de superficie de éstos últimos y la desaparición de muchos de ellos. Sin embargo, esta expansión no se ha verificado de manera aleatoria sino que ha sido en “mancha de aceite”, irradiando a partir de sus focos iniciales, y de forma selectiva, ocupando los suelos y emplazamientos más productivos. De ahí que en las viejas regiones agrarias los entornos mejor conservados hayan quedado relegados a las áreas más desfavorables, generalmente de montaña, y que lo que hoy conocemos de algunos biomas podrían no ser más que sus facies más marginales.
Por otra parte, la expansión de la superficie agraria ha supuesto la fragmentación del territorio ocupado por formaciones naturales en unidades cada vez más pequeñas. De este modo, en lugar de formar un continuo en el que los cambios asociados al clima o a los demás factores ambientales se van manifestando de manera progresiva, estos territorios “naturales” van quedando reducidos a manchas aisladas rodeadas por superficies controladas por procesos antrópicos y separados de ellas por fronteras muy netas (y, por tanto, difíciles de atravesar). La consecuencia de esta fragmentación y de la desaparición de los ecotonos (zonas de transición) naturales es que cada una de estas manchas se comporta como una isla biogeográfica incapaz de sostener a largo plazo la misma biodiversidad que el entorno inicial. El proceso de fragmentación y de aislamiento de las especies en estas islas implica una inexorable pérdida de biodiversidad.
La cuenca mediterránea acoge formas de aprovechamiento que, por su antigüedad y por basarse en especies generalmente autóctonas, están muy bien integradas con el medio natural y resultan imprescindibles para la conservación de la biodiversidad. Foto: zona de Micenas (Grecia). |