8.2 La vida en las ciudades
Las ciudades constituyen los medios artificiales por antonomasia. En ellas no se persigue explotar unos recursos bióticos ligados al territorio, como ocurre en los espacios agrarios, sino crear un entorno perfectamente controlado a medida de las necesidades residenciales y sociales humanas. De ahí que, hasta una época muy reciente, el crecimiento de las ciudades haya ignorado su entorno natural tratando incluso de erradicar los organismos “salvajes” que aparecían en ellas y que se consideraban como causantes de molestias.
El grado de diferenciación ambiental entre las ciudades y sus entornos respectivos varía en función de tres parámetros normalmente relacionados entre sí: el número de habitantes, la extensión superficial y, sobre todo, la densidad de la edificación.
En general, el urbanismo tradicional de “tipo europeo” y “árabe” así como los recientes desarrollos asiáticos han dado lugar a ciudades densas, con pocos espacios verdes intersticiales y con un fuerte crecimiento en altura. Además, sus límites externos han sido muy netos hasta época reciente originando fronteras difíciles de traspasar por las especies salvajes (aunque a lo largo de las últimas décadas se han difuminado rápidamente dando paso a una amplia franja periurbana mucho más permeable).
En contraste, las poblaciones nórdicas o de los países jóvenes anglosajones (EEUU, Australia…) presentan una densidad edificatoria y de población muy bajas. La abundancia de viviendas unifamiliares con jardín, cuando no directamente construidas en el bosque, la anchura de los viales, la existencia de amplias zonas verdes, unos límites exteriores extremadamente difusos e, incluso, un nivel generalmente mayor de conciencia medioambiental contribuyen a dar a estas ciudades un aspecto mucho “más natural” y facilitan su colonización por las especies locales.
También intervienen el nivel de riqueza y diversos factores culturales: en las regiones más desfavorecidas las calles y caminos están sin asfaltar, las cunetas aparecen colonizadas por vegetación ruderal y abundan los vertederos o acumulaciones de residuos que nadie recoge. Todos esos hechos favorecen la presencia de plantas y animales salvajes y una mejor conexión entre los ecosistemas urbanos y rurales circundantes.
Las ciudades son ambientes creados de manera artificial en los que sólo se toleran especies domésticas o adaptadas a las necesidades y gustos humanos. Foto: CBD de Doha (Qatar). |
Por otra parte, la existencia de plantas o animales en libertad se tolera de distinta manera según la cultura y nivel de formación. En los países de religión hinduista, por ejemplo, la presencia de animales no está mal vista y es habitual que las ciudades, templos y parques alberguen poblaciones estables de monos, ratas o rapaces que se desenvuelven con absoluta tranquilidad a la vista de todo el mundo sin que ello se considere extraño.
El grado de aceptación de las distintas especies depende de la cultura y en algunas regiones del mundo los animales no domésticos son bien tolerados en las ciudades pese a producir inconvenientes o daños considerables en los bienes materiales. Foto: monos rhesus jugando con los cables de una vivienda en Katmandú (Nepal). |
En las poblaciones más pequeñas depende también de su base económica ya que mientras que las aldeas suele integrarse bien entre los agroecosistemas circundantes, los pequeños núcleos industriales o mineros suelen estar más diferenciados y originar ambientes propios menos favorables para las especies rurales. No obstante, en todos los casos, los edificios abandonados, los graneros, pajares o almacenes de todo tipo y los viejos campanarios suelen ser refugio de algunas especies que llegan a preferir estos emplazamientos a los suyos de origen. De este modo, la imagen de un buen número de aves (cigüeña, lechuza u otras rapaces nocturnas, diversos córvidos…), murciélagos, roedores… resulta hoy indisociable del ambiente habitual de los pueblos.
Hasta época reciente dominaba la idea de que las ciudades eran incompatibles con la vida salvaje y se consideraba que las especies no domésticas presentes en ellas eran o bien residuales y destinadas a desaparecer o bien oportunistas viviendo a expensas de los humanos y, por tanto, huéspedes “gorrones” más o menos inevitables. Sin embargo, esta visión es demasiado simplista y en los últimos años ha cambiado bastante.
Nadie discute que la extensión del tejido urbano y de las grandes infraestructuras asociadas a él produce un fuerte impacto en la biodiversidad e interfiere gravemente en los ciclos y procesos naturales de toda la región en la que se producen. Sin embargo las ciudades, lejos de ser los entornos uniformes y prácticamente abióticos que se tiende a pensar, contienen una notable diversidad de microhábitats perfectamente diferenciados (parques, jardines domésticos, cementerios, orillas de ríos, arroyos o estanques, campos de deportes, edificios, interiores de las viviendas, polígonos industriales, redes subterráneas, vertederos…) y cada uno de ellos acoge a un buen número de especies de animales y plantas tanto especializadas como generalistas. Aunque pasa bastante desapercibida, la vida es ominpresente y bastante variada en las ciudades.
En Zurich se han inventariado 1211 especies de plantas, tanto autóctonas como importadas, cifra que es aproximadamente el doble de la normal en las comarcas agroforestales circundantes. Ello se explica por la gran diversidad de los hábitats existentes en la ciudad frente a la relativa monotonía de los entornos agrarios.
Un hecho muy interesante que merece ser destacado es que las especies que se instalan en las ciudades no son siempre las más comunes y extendidas ya que frecuentemente se encuentran entre ellas muchas de las que son objeto de especial protección o aparecen incluidas en los “Libros Rojos”. Paradójicamente, algunas se encuentran amenazadas por no haber sido capaces de soportar la presión humana en el medio rural pero en la ciudad, donde los condicionantes y relaciones interespecíficas cambian, esas especies encuentran a veces un cómodo refugio.
A medida que las ciudades crecen las especies preexistentes van desapareciendo lo que muchas personas perciben como pérdidas a pesar de que su presencia en los ecosistemas urbanos es insostenible y de que otras especies más adaptadas a ellos ocupan rápidamente los nichos vacantes. Foto: placa instalada en Paris para llamar la atención sobre la pérdida de especies en el medio urbano: “In memoriam. Bajo esta casa vivieron siete generaciones de tejones europeos (Meles meles)” |
La especificidad de los ecosistemas urbanos
Las ciudades son medios originales en los que conviven animales y plantas formando complejas biocenosis y donde existen flujos de materia y energía, peculiares pero muy importantes. Pueden, por tanto, considerarse como ecosistemas pese a su origen artificial y al hecho de que los productores primarios, los consumidores y los descomponedores no mantienen entre sí las relaciones que cabría esperar en el medio natural.
Las ciudades presentan diferencias significativas respecto a su entorno en relación con varios factores determinantes para la vida:
- Las temperaturas son considerablemente más altas que en el medio rural. En las grandes urbes de las latitudes medias las diferencias alcanzan sus máximos valores durante las noches de invierno, cuando los centros de las ciudades pueden llegar a registrar 5 a 10ºC más que la periferia, pero el efecto se produce durante todo el año de forma que en verano las máximas suben 1 ó 2ºC por encima de la media regional.
- El viento se reduce considerablemente pese a la posible aparición de brisas urbanas. De este modo, las situaciones de calma son mucho más frecuentes.
- La abundancia de partículas en suspensión favorece la formación de nieblas, que aumentan significativamente, y de “smog” restando transparencia a la atmósfera, reduciendo la radiación solar y retroalimentando el calentamiento.
- Aumenta el número de tormentas y de chubascos violentos susceptibles de generar pequeñas inundaciones.
- La hidrología adquiere caracteres propios asociados a una circulación muy rápida del agua y a la práctica desaparición de la infiltración y del almacenamiento subterráneo. Salvo en los momentos de lluvia o niebla, los entornos urbanos son mucho más secos que los naturales.
- Las extensiones ocupadas por verdadero suelo son muy escasas y generalmente son objeto de un manejo intensivo (jardinería) que dificulta la instalación espontánea de plantas. La mayor parte de la superficie está pavimentada o muy compactada y desde el punto de vista biológico se comporta del mismo modo que las superficies rocosas (es el caso de las aceras, muros, cubiertas de edificios, etc).
- Gran parte de la superficie de las ciudades está sometida a un continuo pisoteo o al paso de los vehículos lo que restringe mucho las posibilidades de la mayoría de las plantas y animales.
El microclima de las ciudades es más cálido que el de su entorno por lo que durante el invierno muchas especies acuden a ellas para protegerse del frío. Foto: Jardin des Tuileries (Paris, Francia). |
Los ciclos biogeoquímicos presentan importantes peculiaridades derivadas, sobre todo, del control que ejerce el ser humano sobre los flujos de materia y energía. La producción primaria es muy reducida y es desechada por la gran mayoría de los organismos consumidores (las personas que viven en las ciudades) cuya enorme biomasa sólo puede mantenerse gracias a los recursos generados en otros lugares (principalmente en los agroecosistemas). A su vez, los residuos generados por los productores primarios y los consumidores se exportan para ser tratados o destruidos fuera de la ciudad por lo que tampoco se restituyen al medio de forma natural. De ahí que el ecosistema urbano sea abierto y sólo se pueda mantenerse mientras existan los mencionados trasvases artificiales de materia y energía.
Los flujos generados por la importación- distribución- almacenamiento- manipulación- evacuación de los alimentos y residuos humanos son muy rápidos y totalmente ajenos a la dinámica natural y a los habitantes salvajes de las ciudades. Sin embargo no son totalmente cerrados y es inevitable que una pequeña parte de la materia que circula a través de ellos se desvíe escapando del control humano. El porcentaje de los que se “pierden” de este modo es muy pequeño aunque representa un enorme aporte de materia orgánica susceptible de ser aprovechado por las plantas y animales. De este modo, las especies urbanas capaces de beneficiarse de ellos van a tener a su alcance una abundante cantidad de recursos tróficos mucho más fáciles de obtener que en el medio natural.
Los hechos mencionados hasta aquí tienen una gran incidencia en el medio biótico y bastan para imposibilitar la presencia de muchas especies. Sin embargo, a otras les beneficia el entorno urbano,
- por su microclima o particularidades físicas,
- por mantener con los humanos relaciones que les resultan favorables (generalmente de explotación, comensalismo o inquilinismo)
- por encontrar en ellas un refugio adecuado frente a sus depredadores u otros factores de estrés natural
- bien, por fin, por resultar gratas a los habitantes de la ciudad y ser activamente mantenidas y protegidas por ellos (caso de las plantas ornamentales o de jardinería).
La abundancia de alimento y la falta de enemigos naturales permiten a algunas especies multiplicarse de manera explosiva o agruparse en enormes bandadas en el interior de las ciudades dando lugar a plagas difíciles de erradicar. Foto: bandada de estorninos en Santiago de Compostela (Galicia, España) |
De ahí que, como ya se ha dicho más arriba, las biocenosis urbanas sean muy complejas y obliguen a convivir y a competir por los recursos a
- poblaciones relictas de especies autóctonas que logran sobrevivir dificultosamente pese al perjuicio causado por la alteración de sus ecosistemas,
- especies locales que encuentran condiciones favorables en la ciudad,
- taxones oportunistas o exóticos, que algunas veces se acaban convirtiendo en invasores, frecuentemente liberados irreflexivamente por personas que se aburren de sus mascotas y que se acomodan fácilmente aprovechando la existencia de nichos ecológicos vacantes,
- animales domésticos que se han vuelto vagabundos y que sin perder el miedo a las personas recuperan pautas de comportamiento de sus antepasados salvajes (perros, gatos…)
- animales no estrictamente urbanos pero que en sus divagaciones pueden frecuentar la ciudad o se refugian esporádicamente en ella.
Para poder sobrevivir, todos los organismos instalados en las ciudades han tenido que adaptarse a ellas adquiriendo rasgos o comportamientos propios que les han ido diferenciando progresivamente del resto de sus congéneres. El hecho es particularmente patente en el caso de los animales que son muy versátiles gracias a su inteligencia y capacidad de desplazamiento y a su mayor parecido biológico con los humanos.
Ello justifica que el resto del presente capítulo se dedique a la fauna, mucho mejor estudiada que la flora espontánea de las ciudades. No obstante, salvadas las inevitables diferencias entre animales y plantas, las leyes generales que se van a describir son comunes a ambos grupos.
El medio urbano es muy hostil para la mayoría de las especies aunque las más resistentes pueden prosperar bien en ellas gracias a la falta de competencia. Foto: plantas creciendo sin suelo y soportando el aire caliente y la falta de agua en una rejilla de ventilación del Metro de Madrid. |
La diferenciación entre las poblaciones residentes en las ciudades y en el medio natural no sólo tiene que ver con el comportamiento ya que la incomunicación y el proceso de selección natural inducido por la situación de estrés a la que están expuestas las especies favorecen una rápida deriva genética. Así, por ejemplo, se ha podido demostrar la existencia de diferencias significativas tanto genéticas como en el comportamiento social entre los zorros instalados en las ciudades y los campestres.
Un ejemplo particularmente llamativo de esta adaptación a los hábitats urbanos la proporciona el “mosquito del metro de Londres” (Culex molestus), especie localizada por primera vez en dicho lugar y que, posteriormente, ha sido observada en otros metros de todo el mundo a los que ha sido trasladado involuntariamente, probablemente durante su fase larvaria, por los propios viajeros o instalado en sus mercancías. El mosquito del metro de Londres evolucionó a partir de Culex pipiens, un mosquito que aparece en verano y que vive al aire libre donde sólo pica a las aves. Una vez instalado bajo tierra, donde se beneficia de altas temperaturas que le permiten permanecer activo todo el año, el mosquito tuvo que modificar su dieta y sustituyó la sangre de las aves por la de las ratas, ratones y personas. La diferenciación genética es tal que, en la actualidad, la reproducción entre ambos tipos de mosquitos, el exterior y el del metro, genera una descendencia infértil (criterio que suele utilizarse para considerar que se trata de especies distintas).
La distribución de la fauna no doméstica en las ciudades
La vida en las ciudades cambia muy deprisa como consecuencia tanto de la evolución de las actividades humanas como de la continua llegada y progresivo acomodo de los distintos taxones. Es normal que una nueva especie tenga al principio grandes dificultades para instalarse y que permanezca durante bastante tiempo en un único emplazamiento o distribuida por una superficie muy reducida. Sin embargo si esa especie logra encontrar un nicho ecológico y un hábitat favorable, iniciará una expansión cada vez más rápida que puede acabar convirtiéndose en una verdadera invasión y expulsando a la fauna preexistente. De ahí que las áreas de distribución de las especies urbanas sean muy cambiantes en el tiempo.
La flora y la fauna de las ciudades se enriquecen con la continua llegada de nuevos taxones que, caso de tener éxito, forman rápidamente poblaciones muy numerosas. Las cotorras procedentes de la liberación o fuga de mascotas se están instalando en todas las ciudades europeas donde muestran un comportamiento muy intrusivo y generan problemas sanitarios e incómodos ruidos. Foto: cotorras compartiendo el territorio de las palomas en la Casa de Campo de Madrid (España). |
Las ciudades contienen hábitats muy diversos y la mayoría de los animales se especializan en alguno de ellos de manera que, aunque no siempre lo percibamos, el espacio urbano está muy bien repartido entre sus distintos habitantes.
Los edificios alineados del centro de las ciudades proporcionan hábitats relativamente comparables a los de los acantilados y cantiles rocosos y pueden albergar completos ecosistemas. Los más ricos aparecen sobre las construcciones tradicionales (uso de mampostería o ladrillo, cubiertas de teja, presencia de aleros y terrazas, chimeneas de obra, etc) en los que existen muchos recovecos y formas que facilitan la existencia de pequeños charcos de agua, el crecimiento de raíces o la colocación de nidos. En cambio, los edificios “contemporáneos” con fachadas planas de vidrio y acero y asépticas cubiertas horizontales que se aprovechan como terrazas para diversos usos ofrecen muy pocas oportunidades a los seres vivos y conllevan una inmediata pérdida de biodiversidad.
Muchas especies colonizan con facilidad los tejados o recovecos de las edificaciones y encuentran en las ciudades un hábitat que puede serles incluso más cómodo que los disponibles en el medio natural. Foto: tórtola encubando en el hueco de una ventana en Yazd (Irán). |
Tal como ocurre en los afloramientos rocosos, los primeros organismos que se instalan sobre los tejados en las regiones templadas de latitudes medias son los líquenes a los que rápidamente se unen musgos en los canalones o posiciones más húmedas. Posteriormente irán apareciendo diversas plantas capaces de soportar las temperaturas extremas, situaciones de intensa sequedad y pobreza de nutrientes de los tejados tales como el ombligo de Venus (Umbilicus rupestris), la uña de gato (Sedum album) o incluso algunas gramíneas. En las regiones más lluviosas pueden aparecer también varios tipos de helechos. Estas comunidades atraen rápidamente a una variada microfauna (hormigas, mosquitos, arácnidos, ácaros…) que, a su vez, actúa de reclamo para ciertos reptiles (lagartijas, gecos…) y aves.
Evidentemente, las verdaderas dueñas de las alturas son las aves de las que numerosas especies anidan sobre en los tejados y cornisas. Entre las más habituales destacan el gorrión común (Passer domesticus), el más “urbano” de los pájaros, la golondrina (Hirundo rustica), vencejo (Apus apus), avión común (Delichon urbicum), diversos estorninos (Sturnus spp), palomas (Columba spp), gaviotas e incluso algunas rapaces como los halcones o cernícalos. La presencia de aves sobre los tejados contribuye a enriquecer estos ecosistemas al proporcionar los nutrientes contenidos en sus deyecciones y dar cobijo en sus nidos a otros muchos animales (pulgas, ácaros, coleópteros…)
En general, las aves urbanas coexisten sin dificultad ya que no compiten entre sí al explotar nichos diferentes. No obstante, algunas especies son depredadoras (o han adquirido rasgos depredadores) y se alimentan de otras.
Algunas de estas aves viven en nuestras ciudades desde muy antiguo. Es el caso de las palomas que aparecen citadas en Londres en el siglo XIV, o del gorrión común que ha aprendido a alimentarse de casi cualquier cosa y que es mucho más abundante en los medios urbanos que en los rurales. Generalmente estas aves despiertan simpatía y son alimentadas por las personas que les echan pan o grano aunque, en la práctica, estos animales encuentran fácilmente alimento en mercados, cunetas y contenedores de residuos o robándoselos a las personas y están sobrealimentados. Sin embargo, el listado no deja de crecer y continuamente se están incorporando a él nuevas especies. Así, a lo largo del último medio siglo numerosas ciudades europeas han presenciado la llegada e instalación aparentemente definitiva de estorninos, cernícalos, cotorras, gaviotas, tórtolas turcas u otras aves que pueden llegar a formar grandes bandadas causando entonces importantes molestias e incluso daños materiales en los edificios o mobiliario urbano.
Los parques y jardines son muy favorables a la instalación de roedores o aves que suelen “caer simpáticos” y forman poblaciones importantes contando con la ayuda humana. Foto: ardilla en los jardines del Palacio de La Granja (Segovia, España). |
Las zonas ajardinadas (a las que pueden unirse bosques urbanos, riberas fluviales, etc.) son áreas privilegiadas ya que cuentan con suelo, agua así como una humedad superior a la del resto de la ciudad y, en conjunto, una cierta diversidad de microhábitats. Además, pese a ser artificiales y sufrir una fuerte presión humana, se crean o mantienen con el objeto de permitir a los ciudadanos un contacto con la naturaleza (o al menos con un remedo de la misma) y, por tanto, a acoger vida. Gracias a ello, son el refugio de muchas plantas autóctonas, que suelen mezclarse con otras importadas, y albergan una fauna bastante variada que, dependiendo de las regiones, puede incluir diversos ratoncillos (Mus, Apodemus, etc), lirones (Glis glis), ratas gris y negra (Rattus norvegicus, R. rattus), erizos (Erinaceus europaeus), ardillas, conejos (Oryctolagus cuniculus), zorros (Vulpes spp y, siempre, un buen número de gatos callejeros (Felis sylvestris catus) que suelen adquirir un comportamiento social, formar colonias muy jerarquizadas y convertirse en los más eficaces depredadores terrestres. Junto a todos estos mamíferos aparecen también algunos pocos reptiles, insectos (un grupo que pierde mucha biodiversidad en las ciudades a causa del uso de insecticidas y de su frecuente intolerancia a la contaminación) y, sobre todo, abundantes aves, muchas de ellas distintas de las que residen en los edificios: lavanderas (Motacilla spl), mirlos (Turdus merula), carboneros (Parus major), petirrojos (Erithacus rubecula), etc.
Las ciudades siempre han contado con jardines, enclaves artificiales en los que se recrea una naturaleza idealizada y sin inconvenientes y en los que siempre se ha tolerado la presencia de algunos animales y plantas semisalvajes. Por eso constituyen enclaves privilegiados para las especies autóctonas Foto: representación de un jardín en un fresco de la XVIII dinastía en Tebas (Egipto). Imagen de dominio público disponible en: http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/4/4b/Pond_in_a_garden.jpg. |
Los solares sin uso y antiguos campos de cultivo abandonados desempeñan un papel parecido al de los parques aunque su vegetación incluye un mayor número de taxones ruderales, oportunistas y, ahí donde se han acumulado basuras y restos orgánicos, nitrófilos. Además, son muy favorables a la instalación de plantas invasoras y pueden aparecer completamente recubiertos por ellas.
Pero las distintas formas de vida no se limitan a colonizar los espacios abiertos ya que los interiores de los edificios también acogen a numerosos organismos (por supuesto, nos estamos refiriendo a seres no introducidos voluntariamente por las personas, tales como las mascotas o las plantas de interior, aunque éstos sean frecuentemente la “puerta de entrada” de huéspedes indeseados).
Estos ambientes, totalmente artificiales y sometidos a una continua e intensa presión humana, son extremadamente difíciles de colonizar por la vida salvaje que debe superar inconvenientes tan importantes como la escasez o falta de luz durante la mayor parte del tiempo, la inexistencia de suelo y de recursos nutritivos “normales” y la práctica desaparición de los ciclos diurnos o estacionales naturales. Además, por supuesto, exigen a los organismos la capacidad de resistir toda la panoplia de recursos utilizados por los humanos para deshacerse de ellos: animales domésticos, trampas, repelentes, venenos, etc. Sin embargo, los que son capaces de superar estos obstáculos pueden, a cambio, disfrutar de considerables ventajas tales como altas temperaturas durante todo el año, abundancia de posibles alimentos y ausencia, o práctica ausencia, de depredadores.
Estas limitaciones impiden la presencia de plantas espontáneas pero no la de animales, hongos y diversos microorganismos que, tal como ocurre a la escala del conjunto de la ciudad, se distribuyen desigualmente por los distintos biotopos domésticos.
El interior de las viviendas constituye el territorio privilegiado de las especies domésticas pero también alberga abundantes parásitos (aportadas frecuentemente por ellas) o animales que viven a expensas de los alimentos y recursos proporcionados por el ser humano. |
Los principales inquilinos de los espacios habitados por las personas son insectos y ácaros que se alimentan de la madera de los muebles y vigas (termitas…), de los alimentos almacenados para uso humano o de sus restos (cucarachas, gorgojos de la harina, gusanos…), del papel y cartón (pececillos de plata...), de las fibras textiles naturales (polilla…) o, incluso, del polvo doméstico (ácaros) aunque no es rara la presencia junto a ellos de algunos micromamíferos, como los ratones o los lirones. Además, es habitual encontrar en las casas moscas, que acuden desde el exterior atraídas por la abundancia de alimentos, mosquitos y diversos parásitos de los humanos o de sus mascotas (pulgas, chinches, piojos…).
Los sótanos, trasteros y garajes constituyen un hábitat distinto del anterior ya que suelen permanecer casi todo el tiempo a oscuras, sufren cambios de temperatura más importantes y ofrecen más tranquilidad y recursos alimenticios (sobre todo cuando se utilizan como despensas). El ambiente, que resulta ideal para los hongos (mohos…) es también frecuentado por cochinillas, arañas y numerosos ácaros. Sin embargo, los animales más problemáticos de este hábitat son los roedores: ratones y, sobre todo, ratas.
Las ratas son muy abundantes en las ciudades donde normalmente superan en número a las personas. La rata negra (Rattus rattus) fue la primera en llegar y ha estado explotando los ambientes urbanos desde la antigüedad causando graves pérdidas y problemas de salud a sus habitantes (se considera, por ejemplo, que la rata fue el vector de la peste bubónica que causó la muerte a una tercera parte de los habitantes de Europa en el siglo XIV). Sin embargo, a partir de la Edad Media, esta especie fue desplazada por la rata gris o de alcantarilla (Rattus norvegicus) que se expandió en aquella época y que es mucho más agresiva. Desde entonces la primera, que es una excelente trepadora, ocupa las partes altas de los edificios y se ha extendido hacia la periferia de las ciudades mientras que la segunda se ha adueñado de los sótanos e infraestructuras subterráneas de donde resulta prácticamente imposible de desplazar por sus excepcionales cualidades, inteligencia y fortaleza.
Las ratas, que son inteligentes, muy fuertes y poseen una notable capacidad reproductiva, se han convertido en uno de los habitantes más conspicuos de todos los ambientes humanizados y uno de los que producen mayores problemas económicos y sanitarios Foto: ratas en el templo de Karni Mata (Deshnok, India). |
Los demás hábitats urbanos y periurbanos (áreas industriales, infraestructuras, vertederos, aguas dulces…) también albergan sus faunas y floras característicos tal como lo hacen los tejados, parques o interiores de viviendas. Sin embargo la descripción de todos ellos resultaría reiterativa y no va a ser incluida ya que bastan los ejemplos desarrollados hasta aquí para obtener una idea de conjunto de la especificidad de los ecosistemas urbanos, objetivo que se persigue con estas páginas.