Las guerras y grandes conflictos asimilables a ellas plantean situaciones distintas a las anteriores ya que gran parte de los daños son consecuencia de acciones humanas conscientes que persiguen, precisamente, causar destrucción. Por supuesto, las acciones bélicas no suelen tener como objetivo principal el medio natural y se dirigen hacia determinados sectores de población, sus ciudades, infraestructuras o recursos pero cuando el conflicto alcanza cierta intensidad es inevitable que sus consecuencias afectan no sólo a la sociedad y a sus bienes materiales sino también al conjunto del entorno pudiendo entonces producir impactos ambientales extremadamente graves. 

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El medio ambiente sufre gravemente las consecuencias de los conflictos sociales y armados a pesar de no ser normalmente objetivo de las acciones militares. 

Foto: pintada sobre el muro que aísla a la población palestina en Belén.

 

 

Las situaciones de conflicto favorecen el aumento de desastres causados por incendios, mareas negras, contaminación radiactiva, inundaciones, esparcimiento de sustancias tóxicas u otras razones ya que la sociedad se vuelve más vulnerable y los riesgos se agudizan pero, también, porque estos desastres se multiplican como consecuencias “colaterales” de los ataques o, incluso, son provocados de forma voluntaria con el objetivo de debilitar al bando opuesto.

En 2006 el ejército israelí bombardeó una central eléctrica situada al Sur de Beirut (Líbano) causando un vertido de 20.000 tm de petróleo en el Mediterráneo. La imposibilidad de actuar eficazmente para detener la marea negra resultante supuso que ésta dañara gravemente un tramo de 90 km de costa matando a numerosos organismos y dañando gravemente uno de los escasos hábitats de la tortuga verde (Chelonia midas) en el Mediterráneo. Por su parte, misiles lanzados por las guerrillas de Hezbollah contra suelo israelí provocaron incendios forestales que calcinaron 3600 ha de bosque incluyendo tres reservas y santuarios de aves. En ambos casos la naturaleza sufrió graves daños como consecuencia de acciones militares que perseguían otro tipo de objetivos (aunque ambos episodios “vinieron bien” a quienes los provocaron). 

No es raro, por tanto, que junto a las consecuencias directas de impactos intrínsecamente asociados al conflicto armado (por ejemplo destrucción física o incendios causados por explosiones…) los ecosistemas acusen los efectos indirectos de múltiples situaciones asociadas a él (contaminación, presión sobre determinados recursos, etc.).

Los conflictos armados tienen consecuencias sociales y ambientales extremadamente graves que tras el restablecimiento de la paz quedan marcados en las personas y en el territorio durante mucho tiempo. Sin embargo, desde un punto de vista estrictamente ambiental, los efectos de las guerras y de las situaciones postbélicas son contradictorios: por una parte se producen graves daños en los ecosistemas y en las poblaciones de numerosas especies pero, por otro, amplias extensiones dejan de ser utilizables por las personas y, tras ser abandonadas, pueden recuperarse y acabar convirtiéndose en refugios para la biodiversidad. De este modo, mientras que extensas superficies de bosque o de manglar y numerosos hábitats valiosos han desaparecido como consecuencia de guerras, otros se conservan o se han podido regenerar constituyendo hoy entornos valiosos “gracias” a ellas. 

En todos los casos, los ecosistemas resultantes presentan caracteres y dinámicas peculiares que justifican su estudio como “casos aparte” (habiéndose incluso propuesto para ellos la denominación de “polemosistemas”: sistemas resultantes de un conflicto).

8.5.1 Impactos durante el conflicto

De acuerdo con los artículos 35 y 55 del I Protocolo Adicional a los Convenios de Ginebra (junio de 1977) “el empleo de métodos o medios de hacer la guerra que hayan sido concebidos para causar, o de los que quepa prever que causen, daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural” quedan totalmente prohibidos. Este compromiso, sin embargo, se respeta pocas veces y en la mayoría de las guerras contemporáneas se producen acciones causantes de daños directos en el medio natural.

El bosque, la montaña o los grandes humedales son espacios difíciles de controlar por los ejércitos convencionales y por esa razón se convierten frecuentemente en escondites y bases de operaciones para las guerrillas. Ello convierte a estos espacios naturales en escenarios de guerra y, en algunos casos, impulsa a los gobiernos a intentar destruirlos mediante el uso de defoliantes o practicando talas a matarrasa. Esto se ha producido recientemente en Myanmar y en Sri Lanka donde amplias extensiones de bosque han sido destruidas por este motivo.

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En la guerra de Vietnam cientos de miles de hectáreas de selva y cultivos fueron destruidas utilizando defoliantes, explosivos o medios mecánicos en lo que se ha considerado como el mayor ecocidio de la época contemporánea. 

Fotos: documentos expuestos en el Museo de Recuerdos de la Guerra de Ciudad Ho Chi Minh (Vietnam).

 

El caso más terrible de destrucción sistemática del bosque se produjo entre 1965 y 1973 en Vietnam. Durante aquellos años se desarrolló un programa masivo de fumigación con herbicidas y defoliantes destinado a eliminar la cubierta forestal en la que se ocultaba la guerrilla del Vietcong y a privar de alimentos a los campesinos vietnamitas. Con aquel motivo se extendieron 100.000 toneladas de sustancias tóxicas por todo el Sur del país produciendo graves daños en casi la mitad de la superficie cultivada y destruyendo cerca de 110.000 hectáreas de bosque y 150.000 de manglares. Además, se utilizaron explosivos o napalm y la devastación se completó con los llamados “arados romanos”, enormes buldócers provistos de palas-cuchilla de tres metros de altura que, unidos con gruesas cadenas, avanzaban en paralelo levantando el suelo y arrancando todos los árboles que encontraban a su paso. Se estima que estos “arados romanos” destruyeron completamente la vegetación y desencadenaron la erosión del suelo de otras 325.000 hectáreas. 

Algunos días después de ser fumigados todas las plantas perdían sus hojas y morían rápidamente junto a la fauna presente en cada lugar. La destrucción fue sistemática y afectó uniformemente a superficies muy amplias lo que, unido a  la alta toxicidad del suelo, dificultó mucho la posterior recuperación de la vegetación. Ello favoreció la rápida expansión del bambú y de una especie oportunista carente de utilidad económica, la entonces llamada “hierba americana” (Imperata cylindrica), que, una vez instalados, resultan extremadamente difíciles de erradicar y bloquean la progresión de la vegetación hacia estadios más avanzados. En algunas zonas del país estas plantas aún forman tapices homogéneos que siguen impidiendo la entrada de otras especies.

El “agente naranja”, principal defoliante utilizado en Vietnam, tenía un elevado contenido en dioxina, lo que produjo la muerte directa de numerosos animales salvajes o domésticos y gravísimos efectos en la salud de los campesinos que se han extendido hasta la actualidad a través de deformaciones congénitas en sus descendientes. 

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Detalle de un mapa que representa las áreas fumigadas con defoliantes en un sector del centro de Vietnam. En azul, áreas que sufrieron una fumigación; en color rosado las que sufrieron dos o más pasadas. 

Foto: documento expuesto en el Museo de Recuerdos de la Guerra de Ciudad Ho Chi Minh (Vietnam).

  

Casi cuarenta años después la cubierta vegetal se está regenerando y en muchos lugares nuevos bosques vuelven a recubrir el territorio, gracias en parte a los grandes esfuerzos realizados por las instituciones y población locales. Sin embargo, extensas áreas han perdido definitivamente no sólo sus árboles sino también gran parte de sus suelos a causa de la intensa erosión que éstos sufrieron tras la desaparición de la cubierta forestal. La erosión sigue siendo hoy uno de los principales problemas ambientales del país.

No obstante, las acciones de guerra generalmente no van directamente dirigidas contra el bosque o la naturaleza y estos no sufren ataques “más que” de manera circunstancial. Pese a ello, los daños pueden ser muy importantes y llegar a producir graves alteraciones en la totalidad de los ecosistemas existentes en extensas superficies. Eso es lo que ocurrió durante la Primera Guerra Mundial en una amplia franja situada alrededor del frente en todo el Norte y Noreste de Francia: la excavación de miles de kilómetros de trincheras, túneles y otras infraestructuras similares y la prolongadísima guerra de desgaste que se desarrolló en torno a ellas supuso la completa destrucción de los bosques y pastos existentes en la zona y dañó gravemente a los suelos que quedaron muy contaminados y con su estructura alterada. En las décadas siguientes una amplia franja de bosques ha sido creada sobre la zona más afectada (ver más adelante) aunque los impactos ambientales que causó el conflicto siguen generando problemas pese al tiempo transcurrido y no existe ninguna duda de que los paisajes y ecosistemas actuales son muy distintos de los que podrían existir en caso de que la guerra no hubiera tenido lugar. 

 

En otros casos el deterioro ambiental no es el resultado directo de acciones armadas sino consecuencia de un aumento de la presión sobre los recursos motivado por la desorganización de los tejidos social y productivo o los grandes movimientos de población que acarrean los conflictos. 

La guerra puede tener efectos contrapuestos y en ciertas ocasiones contribuye a proteger el bosque al paralizar actividades que lo amenazaban. Sin embargo el caso contrario es más frecuente y resulta habitual que los gobiernos o facciones que controlan un territorio vendan o permitan la sobreexplotación de sus riquezas naturales a cambio de unos ingresos que les permitan hacer frente a las compras de armas u otros gastos de guerra. La sobreexplotación de los recursos naturales genera una mayor penuria en las comunidades locales que dependen de ellos y alimenta un círculo vicioso imparable ya que obliga a estas poblaciones a incrementar la presión sobre el medio o a ampliarla hacia otras zonas donde los recursos se conservan mejor.

En la guerra de Camboya el régimen de los Jemeres Rojos impulsó la explotación del bosque para financiar los gastos de sus campañas y permitir la extensión de los cultivos lo que supuso la destrucción, irreversible en la práctica, de cerca de un tercio de los bosques del país.

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La destrucción de la vegetación original y la desestructuración de los ecosistemas favorecen la irrupción de plantas oportunistas o invasoras que, posteriormente, pueden ser muy difíciles de erradicar. La “hierba americana” que se extendió en Vietnam tras la eliminación de los bosques y cultivos impide la evolución de la vegetación hacia fases más maduras y hace muy difíciles los aprovechamientos agrarios

Foto: hierba americana, Imperata cylindrica en Hue (Vietnam)

 

Las situaciones más graves son las causadas por los grandes movimientos de población que provocan la ocupación incontrolada de nuevos territorios y un incremento de la presión sobre el medio susceptible de producir su degradación. En Darfur, por ejemplo, los refugiados han intentado poner en cultivo superficies no aptas para ello generando una fuerte erosión del suelo y favoreciendo el avance del desierto (lo que, a su vez, ha agravado aún más la situación de los afectados). 

Cuando se producen estos acontecimientos, que pueden tener lugar de manera muy repentina y que obligan a anteponer la asistencia a las personas frente a cualquiera otra consideración, los impactos ambientales pasan relativamente desapercibidos pese a su gravedad y sólo es posible hacer un balance a posteriori, en muchos casos cuando ya es demasiado tarde para actuar eficazmente. 

Un ejemplo de la complejidad de estas situaciones y de su carácter incontrolable es la situación que se produjo en 1994 tras el trágico éxodo de ruandeses que llevó a 750.000 personas a refugiarse en el Parque Nacional de Virunga y su entorno en el Congo (ex Zaire). La guerra, que se extendió a toda la región, afectó muy poco al bosque de manera directa aunque la caza, recolección, recogida de leña y otras actividades “pacíficas” de los refugiados devastaron gran parte del Parque. Numerosos animales murieron durante aquel periodo, en ocasiones bajo fuego de armas de guerra, y la protección de los gorilas de montaña, una de las grandes especies más amenazadas del mundo, se abandonó quedando su población muy diezmada (aunque informaciones posteriores podrían indicar cierta recuperación de sus efectivos). Además, los refugiados más pudientes introdujeron ganado que produjo importantes impactos en lo que había sido, hasta muy poco antes, uno de los mayores santuarios de fauna de África.

Los espacios naturales protegidos son particularmente vulnerables durante los conflictos. Normalmente se trata de territorios despoblados o semivacíos que resultan ideales para ocultarse y que pueden contener recursos útiles para los contendientes o para la población más desfavorecida. Además, durante la guerra las estructuras administrativas responsables de su salvaguardia pierden fuerza ante otras prioridades y su personal queda desasistido o es derivado a otras funciones. De hecho, eso refleja uno de los puntos débiles del sistema de parques (que son aparentemente viables mientras que las cosas “van bien” pero que fracasan cuando las circunstancias económicas o sociales se vuelven excesivamente adversas) y pone en evidencia que la conservación de las especies amenazadas no puede depender exclusivamente de estos pequeños enclaves mantenidos artificialmente “fuera del sistema” y que no resultan sostenibles por sí solos. Ejemplo de lo anterior son los graves daños sufridos por buen número de espacios protegidos afectados por guerras recientes en el Congo (Virunga, Garamba, Kahuzi-Biega, Okapi…), antigua Yugoslavia (Taga, Kopaonik, Fruska Gora, Sarplanina, Vrsacke Planiny…), etc.

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Durante las guerras algunas áreas quedan vedadas a la población y ofrecen refugio a plantas y animales. Lo mismo ocurre en determinadas “tierras de nadie” o áreas fronterizas que, con el paso del tiempo, acaban convirtiéndose en excelentes santuarios naturales tal como ha sucedido a lo largo de gran parte del antiguo “Telón de Acero”. 

Foto: monumento sobre las fosas comunes de soldados de la II Guerra Mundial en el bosque de Bialowieza (Polonia), junto a la antigua frontera soviética).

  

Por fin, es preciso indicar que, aunque parezca paradójico, las guerras pueden facilitar la aparición temporal de zonas de refugio para la vida silvestre. Esto ocurre sobre todo en zonas de seguridad militar, bien defendidas pero vetadas a la población, o en torno a fronteras que se vuelven herméticas y de las que la gente es expulsada. En ocasiones estos “no man’s lands”, que deberían ser temporales, se mantienen tras el final del conflicto y acaban convirtiéndose en zonas de interés natural. Un buen ejemplo de esta situación se produjo en Europa a lo largo de todo el antiguo “telón de acero” que dividía en dos el continente. 

 

8.5.2 Las secuelas de los conflictos

Las guerras tienen efectos ambientales muy desiguales. Algunas veces alteran los ecosistemas o modifican el equilibrio entre las especies aunque su impacto ambiental no resulta fácilmente perceptible a simple vista. En otras ocasiones, en cambio, sus secuelas son generalizadas y quedan impresas en los paisajes durante largos periodos de tiempo. En tales casos una resiliencia completa no es siempre posible y, caso de serlo, resulta siempre delicada y muy lenta.

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En las zonas más afectadas por los combates o bombardeos después de la guerra subsisten muy pocas formas de vida aparte de algunas plantas oportunistas. 

Foto: imagen de Beirut poco después de terminar la guerra civil (1975-1990).

  

No obstante, lo normal es que tras la finalización del conflicto las plantas reaparezcan espontáneamente y las ruinas o suelos devastados reverdezcan muy deprisa. De este modo se inicia un nuevo proceso de sucesión que, con el paso del tiempo, permitirá la recuperación de una cubierta vegetal similar a la preexistente. Esta primera fase es muy rápida ya que, normalmente, el conflicto no elimina todas las formas de vida, tal como ocurre con ciertos grandes accidentes, sino que produce una destrucción selectiva y muy desigual en el territorio que permite la supervivencia de especies resistentes y de rápido crecimiento que se encargarán de suministrar abundantes semillas.

Sobre antiguas parcelas agrarias o en zonas próximas a ellas el primer estadio suele ser protagonizado por las “malas hierbas” que acompañaban a los cultivos y que se adueñan del terreno una vez desaparecidos éstos. Rápidamente se les unirán diversas plantas nitrófilas y ruderales (como ortigas, zarzas o diversas gramíneas dependiendo de la región) y, en ocasiones, taxones de carácter invasor que sacan provecho de la existencia de nichos vacíos. Por fin, aparecerán los ambientes preforestales en los que las herbáceas cederán protagonismo a las plantas leñosas preludiando las formaciones maduras. 

Sucesiones del mismo estilo, e igualmente rápidas, se producen en los agroecosistemas y en los sistemas urbanos, cada uno con sus especificidades. Así, tras los bombardeos de la II Guerra Mundial, Londres fue literalmente invadida por Epilobium angustifolium que, a su vez, atrajo a la gran esfinge morada, Deilephila elpenor cuyas larvas se alimentan de él. Sin embargo, la desaparición de los solares vacíos a medida que se reconstruía la ciudad acabó con las plagas (aunque ambas especies han quedado, desde entonces, instaladas en el ecosistema urbano londinense.

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Los enfrentamientos y desplazamientos de población implican el abandono de amplias superficies agrarias que, rápidamente, son colonizadas por la vegetación. 

Foto: parcelas abandonadas en Cule (Bosnia y Herzegovina).

 

En muchos casos después de un conflicto la regeneración espontánea de una cubierta parecida a la preexistente no es posible a causa de los cambios que éste produce en la población y en los usos del suelo. Las guerras pueden desencadenar desplazamientos de población, el abandono de ciertas áreas, la masificación de otras o la aparición de nuevas demarcaciones administrativas todo lo cual, inevitablemente, afecta a la evolución posterior de la vegetación y de los ecosistemas. 

La ocupación israelí de los Altos del Golán ha modificado profundamente el mosaico preexistente de usos del suelo. La mayoría de las antiguas parcelas cultivadas, cercadas con seto o muros de piedra, han quedado abandonadas y el movimiento de los rebaños por el monte ha decaído y ha sido muy restringido. Estos hechos han permitido la aparición de una maquia incipiente o de un magro herbazal salpicado de arbustos leñosos en gran parte del territorio. Sin embargo, en algunos de los lugares más favorables se ha modificado el parcelario y se han plantado cultivos forestales o se han establecido modernas explotaciones agrarias, mucho más intensivas pero, también, más pobres ambientalmente que las que había con anterioridad. Por fin, se han creado muchos asentamientos que hoy albergan a una numerosa población inmigrante y que generan una importante presión sobre su entorno inmediato. Transcurridas casi cuatro décadas desde la Guerra de Yom Kipur, el paisaje y, probablemente, la biodiversidad de esta meseta han experimentado cambios difícilmente reversibles.

Pero las transformaciones más importantes son las que experimentan las superficies que quedan inutilizadas para los usos humanos “normales” tras haber sido sembradas de minas. Esta práctica, desgraciadamente muy frecuente y que podría afectar hoy a cerca de 900.000 km2 en todo el mundo, obliga a los campesinos a abandonar sus tierras e impide la normal explotación de sus recursos. Dado que el desminado es extremadamente costoso y que el riesgo de explosión persiste durante muchas décadas (tal vez incluso siglos), las comunidades afectadas son incapaces de solucionar el problema con sus propios recursos y en los países más pobres el abandono consiguiente de tierras puede considerarse como irreversible a medio plazo.  

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Después de algunas guerras amplias superficies quedan sembradas de minas lo que obliga a la población a abandonar su uso y permite la conservación o recuperación del medio natural. En algunas regiones estas áreas encierran en la actualidad los mejores valores ambientales de sus regiones respectivas aunque su puesta en valor o cualquier tipo de intervención en su interior son muy complicados y costosos. 

Foto: vegetación halófila en un sector del desierto que fue escenario de cruentas batallas en la II Guerra Mundial y que permanece hoy sembrado de minas (Sallum, Egipto).

 

Las minas antipersona causan la muerte de grandes animales (se ha documentado la de osos en Croacia) y, cuando estallan accidentalmente, producen destrozos en los suelos y plantas circundantes aunque estos daños son muy limitados. En cambio, al hacer desaparecer los factores humanos de estrés de amplias superficies, permiten que el entorno vuelva a regirse por leyes naturales y hacen posible la conservación o regeneración de los ecosistemas locales. En algunas zonas del mundo, las mejores representaciones de ambientes “naturales” coinciden hoy con áreas minadas.

Pero las minas no siempre son favorables al medio natural ya que la falta de labores silvícolas o la imposibilidad de actuar normalmente en las superficies afectadas por ellas puede volverse en contra de la vegetación. 

Esto ocurrió en 2003 cuando una ola de incendios forestales asociada a un verano excepcionalmente caluroso no pudo ser combatida con medios terrestres a causa de las minas y calcinó extensas superficies en Bosnia-Herzegovina. 

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La presencia de minas impide tanto la explotación de la madera como el mantenimiento de las labores silvícolas y está propiciando cambios, no necesariamente favorables, en la estructura y composición de numerosos bosques de todo el mundo.  

Foto: regeneración del robledal en pinares minados en Rotimlja (Bosnia y Herzegovina).

 

La destrucción del bosque y la alteración del terreno producidos por la guerra repercuten en otros aspectos del medio físico (erosión, hidrología, microclima…) y deja un ambiente desolado que evoca con demasiada crudeza episodios que la gente desea olvidar. De ahí que en los países que se lo pueden permitir se pongan muchas veces en práctica acciones destinadas a restaurar el bosque o a facilitar su rápida recuperación.

Este ha sido el caso de Vietnam, país de escasos recursos que ha tenido que hacer frente a una ingente labor de reconstrucción casi en solitario y donde el gobierno ha promovido ambiciosos programas de reforestación. Gracias a ellos se han recuperado significativos sectores de pluvisilva o de manglar aunque la labor ha resultado más compleja de lo que se imaginó en un primer momento y está requiriendo un esfuerzo mayor. 

Un ejemplo ilustrativo de ello lo ofrece el bosque de Ma Da, exuberante pluvisilva situada a un centenar de km al Norte de Saigón (HCMC) que tras ser totalmente destruida por efecto de los defoliantes dio paso a una especie de sabana estéril e inutilizable de “hierba americana” (Imperata cylindrica). Terminada la guerra, los técnicos vietnamitas plantaron árboles autóctonos pero los primeros intentos fracasaron ya que los árboles, privados de la sombra que debería protegerles durante sus primeras fases de crecimiento, fueron incapaces de soportar la competencia ejercida por la “hierba americana” y la alta frecuencia de los incendios introducida por esta gramínea altamente igniscible. Para contrarrestar estos inconvenientes, se eliminó la hierba de algunas áreas y en su lugar se plantaron árboles o arbustos exóticos de rápido crecimiento y que toleran bien una elevada insolación tales como Indigofera tenesmani, Acacia auriculiformis, Eucalyptus tereticornis o Casia siamea. Esta plantación fue un éxito y cuando los árboles alcanzaron suficiente altura, se plantaron a su sombra, diversas especies locales de Dipterocarpus. Tras más de una década de ensayos los árboles autóctonos lograron por fin arraigar, están creciendo rápidamente y empiezan a ser frecuentados por aves que, a su vez, se encargarán de traer consigo semillas de otras plantas. Cuando las especies locales superen en altura a las exóticas éstas, necesitadas de sol, empezarán a declinar y se espera que terminen desapareciendo o pasando a un discreto segundo plano.

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Algunos países han puesto en marcha ambiciosos programas para hacer posible la recuperación de los bosques destruidos por los conflictos bélicos aunque su costo es muy elevado y las acciones no suelen beneficiar más que a un pequeño porcentaje de las superficies dañadas. 

Foto: plantaciones de árboles en zonas deforestadas de Vietnam. Documento expuesto en el Museo de Recuerdos de la Guerra de Ciudad Ho Chi Minh (Vietnam).

 

El ejemplo anterior ilustra bien las dificultades que entraña la recuperación del bosque allí donde la destrucción ha sido total y el tiempo que se necesita para ello. Pero también la importancia que adquiere el factor humano en los países más densamente poblados y desestructurados por un conflicto: cada año se sigue perdiendo mucha más superficie forestal en Vietnam a causa de la presión agraria y la recogida de leña que la que se recupera a costa de estos esfuerzos ingentes. 

 

Un ejemplo muy distinto es el de los “bosques de guerra” que han sido creados en Francia, Bélgica, Alemania y algunos otros países europeos tras la I Guerra Mundial. En el Norte de Francia este conflicto ha sido el que ha causado cambios más radicales en el paisaje ya que la franja ocupada por el frente quedó totalmente arrasada (áreas del valle del Somme, Vimy, Meuse, Verdun…) y en gran parte de su superficie se han restaurado o creado extensos bosques. 

Tras la guerra se impidió a los agricultores volver a sus campos, que se habían vuelto excesivamente peligrosos a causa de la gran cantidad de explosivos y munición química que había quedado dispersa por ellos y a la fuerte contaminación de los suelos. En un primer momento se plantaron en estos lugares varios tipos de pinos y abetos, resistentes y fáciles de manejar aunque, rápidamente, las plantaciones se diversificaron y acabaron incluyendo un gran número de especies tanto autóctonas (haya, fresno, abedul, aliso…) como exóticas (robinia, alerce japonés…). Por fin, a partir de los años 70 empezaron a sustituirse las coníferas por caducifolios autóctonos (principalmente haya) y se favoreció la regeneración natural para facilitar la resiliencia ecológica frente a situaciones adversas. 

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En la franja ocupada por el frente de la I Guerra Mundial la vegetación natural y los cultivos quedaron totalmente destruidos. Terminada la guerra, una gran proporción de dicha franja no podía ser devuelta a la agricultura y fue convertida en bosque aunque algunas áreas se han dejado abiertas como testimonios de la guerra.

Fotos: estado de las trincheras alemanas en Delville (1916) y bosque de Verdun en la actualidad. Imágenes de dominio público disponibles en:

http://fr.wikipedia.org/wiki/Fichier:German_trench_Delville_Wood_September_1916.jpg http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/d/d8/Landscape_in_Verdun_Forest.jpg

   

En la actualidad, estos bosques han alcanzado un importante grado de madurez y, a pesar de su carácter artificial y de contener muchas especies alóctonas, han sido incorporados en la red Natura 2000 por su importancia ornitológica: al situarse en una región muy transformada y ocupada casi exclusivamente por agrosistemas, muchos de ellos son, hoy por hoy, los mejores refugios forestales para la biodiversidad de la zona.

Antes de la guerra la agricultura en campos abiertos era la actividad dominante y la que estructuraba la totalidad de un espacio agrario donde la presencia de arbolado era relativamente marginal. En cambio, en la actualidad, los bosques tapizan la mayoría de la franja ocupada por el antiguo frente recubriendo lo que hace un siglo eran campos de cultivo o incluso núcleos de población. 

Sin embargo, no todos los bosques que se pueden ver hoy son totalmente artificiales ya que la vegetación, tras la guerra, mostró una sorprendente capacidad de resiliencia incluso en los suelos más alterados (tal como suele ocurrir en todas estas ocasiones). Ello permitió la rápida aparición de formaciones originales que, con el paso del tiempo, acabarían dando paso a los estadios sucesionales propios de la región. No obstante, no existe información ecotoxicológica suficiente para valorar las secuelas de la contaminación química que sigue afectando a estos lugares y que, sin duda, repercute en muchas de sus especies. 

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Los bosques que se formaron o que fueron plantados sobre los antiguos escenarios de guerra suelen presentar una gran simplicidad estructural y una biodiversidad moderada aunque incluyen bastantes taxones exóticos denotando su carácter artificial y corta edad. 

Foto: bosque plantado sobre el antiguo campo de concentración ubicado en Gurs (Pyrénées Atlantiques, Francia) 

 

Sin embargo, no todas las administraciones posteriores a las guerras tienen ni la misma sensibilidad ni la misma capacidad de actuación. Muchos conflictos vienen seguidos de gobiernos débiles incapaces de controlar eficazmente el territorio o de impedir que grupos de poder corruptos aprovechen el desorden para saquear sus recursos naturales. 

Esta situación es patente en Bosnia-Herzegovina donde el paisaje refleja las múltiples y a veces contradictorias consecuencias de la guerra: ruinas de pueblos vaciados por las “limpiezas étnicas”, antiguos campos de cultivo invadidos por un tapiz uniforme de vegetación preforestal pero, sobre todo, viejos bosques totalmente destruidos por talas a matarrasa realizadas por empresas frecuentemente irregulares afines a parte de la clase política actual.

Antes de la guerra los bosques ocupaban más de la mitad de la superficie del país e incluían algunas de las mejores masas de Europa. Sin embargo, han bastado algunos años de expolio para que este porcentaje descienda al 30% y la sobreexplotación no parece tener más freno que la presencia de minas en muchos bosques. Aunque parezca una ironía macabra, las minas defienden al bosque bosnio mucho mejor que la ley.

 

La recuperación del bosque no cierra el ciclo de los “ecosistemas de la guerra” ya que el suelo de muchas áreas contiene municiones sin explotar, chatarra militar y todo tipo de sustancias u objetos potencialmente contaminantes que pueden producir efectos indeseables en los organismos o en los hábitats bastantes décadas después de haber sido depositados y cuando las huellas visibles del conflicto ya han desaparecido del paisaje. Muchas de las sustancias contaminantes no son biodegradables y además son bioacumulables. Los metales pesados, por ejemplo, contaminan todas las cadenas tróficas y alcanzan altas concentraciones en los consumidores situados en los niveles superiores cuya salud o capacidad reproductiva se deterioran gravemente. A causa de ello muchos hongos o animales procedentes de los “bosques de guerra” del Norte de Francia (Verdun…), Bélgica (Ypres…) o Alemania no son aptos para el consumo humano pese a que el origen de la contaminación cesó hace casi un siglo. 

En el valle del Woëvre, en Lorena, un estudio reciente ha detectado una concentración de arsénico diez mil veces más elevada que en el resto del antiguo frente y documenta una mortalidad anómala de la mayor parte de los animales y plantas causada por la contaminación por metales pesados. En otros lugares próximos la biodiversidad de insectos y plantas podría ser inferior a la normal y se han citado indicios de anomalías similares en otros muchos lugares del mundo aunque la información disponible es aún demasiado fragmentaria y no permite realizar un balance de las consecuencias ecológicas de la guerra a largo plazo.

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La destrucción y abandono de asentamientos humanos como consecuencia de la guerra produce a medio plazo cambios muy importantes en el paisaje y en los ecosistemas. 

Foto: Igrane (Croacia).

 

Última modificación: jueves, 20 de julio de 2017, 10:40