Los organismos vivos toleran muy mal los efectos de la transformación de sus hábitats y no son capaces de soportar los desastres por lo que después de un incendio, de una marea negra, de un bombardeo o, incluso, de la urbanización de un polígono, da la impresión de que la naturaleza ha sido definitivamente erradicada del entorno. Sin embargo, cuando se retorna a estos mismos lugares al cabo de algunos años o décadas sorprende observar que la vida no sólo se ha vuelto a adueñar del territorio sino que incluso, en ciertos casos, parece haberse beneficiado de la crisis.

 

8-6, Hiroshima 

Tras la explosión de la bomba atómica se pensó que en Hiroshima no volverían a crecer plantas y que la vida sería imposible durante muchos siglos a causa de la radiactividad. Sin embargo, una nueva cubierta vegetal se ha regenerado con fuerza y hoy es muy difícil detectar los efectos de la tragedia en el medio natural.

Foto: campana conmemorativa rodeada de vegetación en el Parque de la Paz de Hiroshima (Japón) en lugar en el que se produjo la explosión de 1945.

 

A la vista de estos hechos uno se pregunta por la fuerza que permite a la naturaleza recuperarse una y otra vez tras cada episodio de muerte y la respuesta a este interrogante resulta obvia: esa “fuerza” es la propia vida. La vida tiene una extraordinaria capacidad para resurgir una y otra vez adoptando nuevas formas, nuevos mecanismos de adaptación para superar los obstáculos, nuevas especies… La vida, como ente abstracto, se perpetúa a sí misma a través de los seres vivos de forma que la destrucción de un ecosistema implica, ante todo, la aparición de un nuevo espacio dispuesto para ser colonizado por nuevas especies. Las perturbaciones desestructuran los ecosistemas al aniquilar a un gran número de seres pero, al mismo tiempo, suponen la aparición de recursos o de nichos ecológicos que otros individuos de las mismas especies o de otras diferentes aprovecharán enseguida con lo que rápidamente se restablece el equilibrio (que puede ser similar o distinto al preexistente).

Las primeras que colonizan un territorio desocupado son plantas oportunistas. Dichas especies se caracterizan por su gran plasticidad ecológica (y, por tanto, capacidad para colonizar incluso los entornos más desfavorables), por desarrollar muy deprisa sus ciclos vitales y, sobre todo, por su gran eficacia reproductiva. Esto último lo consiguen produciendo un elevado número de propágulos, esporas o semillas y logrando que se diseminen bien para aumentar sus probabilidades de lograr una descendencia. 

Gracias a esta capacidad de diseminación, los espacios vacíos están recibiendo continuamente propágulos de especies oportunistas procedentes de las áreas vecinas. Cuando el ecosistema está bien conservado y no existen nichos vacíos, las plantas oportunistas no logran instalarse ya que las preexistentes, que están muy bien adaptadas a su territorio, lo defienden eficazmente de las intrusiones. Sin embargo, si el ecosistema está alterado y aparecen nichos ecológicos o espacios sin explotar, las especies oportunistas serán pioneras a la hora de colonizarlo y, una vez instaladas, facilitarán el progresivo restablecimiento de un ecosistema de mayor complejidad. El oportunismo puede por tanto ser visto como una adaptación de tipo cuantitativo a las perturbaciones de los ecosistemas. 

Cuando en determinado lugar una perturbación de cualquier tipo se repite con mucha frecuencia, ésta acaba por convertirse en parte integrante de su historia evolutiva. En esos sitios es posible que ciertas especies se especialicen desarrollando mecanismos propios de adaptación que les permiten sobrellevar mejor los sucesivos episodios adversos y, de este modo, imponerse a las demás. Los ejemplos son numerosísimos y abarcan todas las situaciones imaginables e incluyen, entre otras:

  • Las plantas pirófitas, descritas con anterioridad, que se benefician de los incendios en su competición con las demás especies o que incluso “utilizan” el fuego para la dispersión o germinación de sus semillas. 
  • Bacterias como Alcanivorax borkumensis que se alimenta de hidrocarburos. Presentes en todos los océanos aunque poco numerosas en condiciones normales, estas bacterias proliferan vertiginosamente cuando se produce un vertido degradando rápidamente el petróleo y facilitando su emulsificación.
  • Vegetales capaces de vivir en ambientes muy contaminados por metales pesados (cinc, cadmio, plomo, etc). Es el caso de Psychotria douarrei que neutralizan el níquel haciéndolo reaccionar con sus propios ácidos orgánicos y que posteriormente lo almacenan en sus hojas o de Agrostis castellana, una gramínea muy común capaz de acumular plomo, arsénico, alumnio, manganeso y cinc.
  • Bacterias u hongos tales como Deinococcus radiodurans o Cryptococcus neoformans, capaces de soportar tasas de radiactividad que resultan letales a cualquiera otra especie.

Estos taxones adquieren una gran importancia en el caso de los desastres humanos aunque su origen es anterior a nuestra cultura y la adquisición de sus caracteres especiales se ha producido como mecanismo de defensa frente a situaciones estrictamente naturales: incendios producidos por rayos o erupciones, escapes de hidrocarburos en los fondos oceánicos, suelos con alto contenido en metales, etc. Incluso es posible que la particular resistencia de algunos organismos no sea más que una consecuencia indirecta de su adaptación “a otra cosa” tal como se ha comprobado en D.radiodurans cuya tolerancia a la radiactividad es un efecto colateral de la adaptación de su ADN a condiciones de extrema sequedad. Estos taxones, a los que pueden sumarse todos los extremófilos, demuestran la sorprendente plasticidad de la vida y su aptitud para adaptarse a cualquier tipo de ambiente generando organismos capaces de soportar las condiciones más adversas.

El motor de esta aptitud es la variabilidad genética originada por las mutaciones y gracias al intercambio sexual entre individuos de una misma especie. Dicha variabilidad da lugar continuamente a una enorme cantidad de caracteres y pequeñas diferencias. En la mayor parte de los casos estos nuevos caracteres no aportan ningún beneficio y pasan desapercibidos o son eliminados por la selección natural pero, de vez en cuando, suponen la adquisición de un rasgo “útil” que otorga algún tipo de ventaja a la especie.

 

Cada vez que un desastre supera la capacidad de adaptación de una especie ésta se extingue. Sin embargo, la desaparición de una población, especie o, incluso, ecosistema no significa que lo haga la vida. La mejor prueba de ello es que ésta se ha mantenido a lo largo de 3700 millones de años superando al menos cinco periodos de extinciones generalizadas causadas por la colisión con grandes asteroides, erupciones a la escala de todo un continente o crisis climáticas planetarias. En cada uno de estos episodios se produjo la desaparición de la mayor parte de los animales y plantas existentes pero, en cada ocasión, las extinciones supusieron también un estímulo para la evolución y permitieron la rápida aparición de un gran número de nuevas especies más complejas genéticamente y más perfectas que las que les precedieron.

Cuanto mayor es la biodiversidad de un ecosistema más probable es que éste sea capaz de adaptarse a los cambios y de recuperarse tras un periodo de crisis: a mayor número de especies, mayor probabilidad de que algunos individuos sobrevivan y puedan convertirse en el punto de partida de un proceso de sucesión o contribuyan al restablecimiento de una cadena trófica. La biodiversidad se convierte por ello en una especie de “seguro de vida” para los ecosistemas y, por extensión, para el conjunto de la Biosfera. 

Sin embargo, la intensidad, frecuencia y extensión de nuestras agresiones al medio natural son crecientes y hay que ser conscientes de que a partir de un determinado momento la capacidad de resiliencia de los ecosistemas puede ser superada haciendo imposible su mantenimiento. Es difícil prever cuáles serían las consecuencias de una posible generalización de esta situación pero no es aventurado afirmar que resultarían catastróficas para el ser humano (que no deja de ser una especie más tan dependiente del equilibrio natural como todas las demás).

Si tal como creen numerosos especialistas la humanidad desencadena un nuevo periodo de extinciones generalizadas por el efecto combinado de la antropización de la superficie terrestre y de la modificación del clima, desaparecerían numerosas especies (incluyendo probablemente la nuestra) y la mayoría de los ecosistemas quedarán gravemente perturbados. Sin embargo, frente a la vulnerabilidad de los distintos constituyentes de la Biosfera (individuos, especies o ecosistemas) se encontrará siempre la extraordinaria fortaleza de la vida y, con presencia humana o sin ella, ésta se recuperará una y otra vez haciendo que nuestro maravilloso planeta, azul, blanco y verde siga siendo totalmente distinto a todos los demás.

 
Última modificación: jueves, 20 de julio de 2017, 10:41