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Acería en Duisburg (Alemania).

Fotografía: AlterVista. Licencia: CC Atribución-Compartir Igual 3.0.

   

   

En efecto, gracias a la fundación de la Unión Europa de Pagos, en 1950, los europeos habían encontrado la fórmula, aceptada por Estados Unidos, para eludir el compromiso de fijación de unos tipos de cambio en consonancia con los acuerdos de Bretton Woods. La cuestión del tipo de cambio era la más delicada. Ya en septiembre de 1949, en pleno período de reconstrucción y con el ERP en marcha, la devaluación de la libra esterlina fue un hecho sobresaliente, casi comparable a su salida del patrón oro en 1931. El Reino Unido, fiel aliado de los Estados Unidos, se había comprometido a no tocar la libra (a cambio de más ayuda americana), pero no pudo –ni quiso– resistir el coste de la sobrevaluación. En la tormenta posterior a la devaluación de la libra, los países europeos occidentales lograron introducir un esquema de cooperación monetaria intraeuropea con la finalidad de ahorrar dólares y orientado a la más rápida estabilización de los tipos de cambios. Fue la Unión Europea de Pagos (UEP). Su vida debía acabar en 1958. Los éxitos de la UEP facilitando medios de pago para el dinámico comercio intraeuropeo animaron a los socios a dar un paso más cuando llegó la hora de disolver su asociación. La Comunidad Económica Europea fue ese paso. Antes ya se había producido algún precedente en esta misma dirección.

El primer experimento integrador tuvo como protagonista los sectores clave de la primera industrialización. En mayo de 1950, Schuman, ministro francés de Asuntos Exteriores, propuso colocar la producción franco-alemana de carbón y acero bajo una alta autoridad común.

El hecho de que Francia buscara asegurar el abastecimiento de materias primas de naturaleza estratégica, no disminuye la trascendencia histórica de la iniciativa.

Mediante la «declaración Schuman» de 1950:

  • El gobierno de Francia renunciaba a su propia soberanía en un sector esencial para la actividad económica de la época.

  • Reconocía al gobierno de la recién nacida República Federal de Alemania, heredero de aquellos que habían violado suelo francés en tres ocasiones desde 1870, la condición de aliado sin igual.
En 1946, el ex-primer ministro británico Winston Churchill pronunció un célebre discurso en la Universidad de Zúrich (Suiza), considerado por muchos como el primer paso hacia la integración durante la posguerra:
«Quisiera hablar hoy del drama de Europa (...). Entre los vencedores sólo se oye una Babel de voces. Entre los vencidos no encontramos sino silencio y desesperación (...). Existe un remedio que, si fuese adoptado global y espontáneamente por la mayoría de los pueblos de los numerosos países, podría, como por un milagro, transformar por completo la situación, y hacer de toda Europa, o de la mayor parte de ella, tan libre y feliz como la Suiza de nuestros días. ¿Cuál es este remedio soberano? Consiste en reconstituir la familia europea o, al menos, en tanto no podamos reconstituirla, dotarla de una estructura que le permita vivir y crecer en paz, en seguridad y en libertad. Debemos crear una suerte de Estados Unidos de Europa. (...). Para realizar esta tarea urgente, Francia y Alemania deben reconciliarse».
19 de Septiembre de 1946.

   

Declaración Schuman:
«Señores, no es cuestión de vanas palabras, sino de un acto, atrevido y constructivo. Francia actúa y las consecuencias de su acción pueden ser inmensas. Así lo esperamos. Francia actúa por la paz (...) y asocia a Alemania. Europa nace de esto, una Europa sólidamente unida y fuertemente estructurada. Una Europa donde el nivel de vida se elevará gracias a la agrupación de producciones y la ampliación de mercados que provocarán el abaratamiento de los precios. (...). Europa no se hará de golpe, ni en una obra de conjunto, se hará por medio de realizaciones concretas, que creen, en primer lugar, una solidaridad de hecho. El gobierno francés propone que se someta el conjunto de la producción franco-alemana de carbón y acero bajo una autoridad común, en una organización abierta a la participación de otros países de Europa. La puesta en común de la producción del carbón y del acero asegurará inmediatamente el establecimiento de bases comunes de desarrollo económico, primera etapa de la Federación Europea (...)».       
9 de Mayo de 1950.

   

Ambos gestos resultaron ser de una enorme transcendencia para el futuro de la economía europea. La renuncia a la soberanía permitió la creación de estructuras supranacionales, mientras que el entrelazado de vitales intereses económicos nacionales en el corazón mismo de Europa, permitió erradicar la principal fuente de inestabilidad continental desde 1870: el anclaje de Alemania en Europa o, lo que es lo mismo, la construcción de una Europa donde encajar una Alemania poderosa y libre.

Con el tratado de París, de 1951, se acordó la creación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA).

El buen resultado político de la CECA combinado con el excelente resultado económico de la UEP y los desafíos de convertibilidad cambiaria derivados de Bretton Woods fueron decisivos para que Alemania (RFA), Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo superaran todas sus reticencias y pactaran la creación de la Comunidad Económica Europea (CEE) en el Tratado de Roma, firmado en 1957 y efectivo desde principios de 1958.

La CEE favoreció la creación de una sólida plataforma para un crecimiento económico simbiótico, es decir, de interés compartido entre Alemania y sus socios comunitarios. El beneficio que, para Francia, Italia y los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), resultaba del acceso preferencial al cada vez más dinámico mercado alemán, era compensado con la seguridad que sentía el gobierno federal de que Alemania podía desplegar completamente todo su potencial de crecimiento sin provocar recelo en sus vecinos. El comercio intraeuropeo (la expresión «mercado común» sirvió para designar popularmente a la CEE), campo de interés primordial de los primeros acuerdos comunitarios, sirvió de correa de transmisión del bienestar entre los socios comunitarios.

Con la CEE se modificaron por completo los equilibrios intraeuropeos. Debemos referimos, en primer lugar, a los países europeos occidentales que no aceptaron, o no fueron invitados, al Tratado de Roma:

  • La Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA) creada en 1959 y liderada por Gran Bretaña. La constituían Austria, Dinamarca, Noruega, Portugal, Suecia y Suiza. A partir de 1961, Finlandia también se incorporó como Estado asociado. Todos ellos eran países pequeños y muy orientados al comercio con Gran Bretaña, o países que no podían incorporarse políticamente a la CEE por exigencias políticas (régimen democrático, que Portugal no cumplía) o por obligación de neutralidad (Austria y Finlandia), que no se compadecía con la orientación más política de la CEE. Sólo España y Grecia acabaron quedando fuera de las grandes alianzas comerciales, aunque Grecia formó parte de la OTAN.

  • Todos los países bajo la ocupación soviética, y aquellos que habían aceptado su liderazgo, fueron invitados a participar en el Plan Marshall. La URSS les conminó a que declinaran la oferta. Así lo hicieron. Estaba claro que la oferta implicaba cesiones de poder y de capacidad de supervisión a favor del donante –Estados Unidos– y Stalin no estaba dispuesto en absoluto a tal generosidad. El mundo había sido dividido en Yalta y Postdam, en áreas de influencia como reflejo del avance de los ejércitos sobre los territorios que habían sido ocupados previamente por las tropas de Hitler. No se trataba de que la URSS perdiera sus conquistas por un simple plato de lentejas. Por otra parte, nadie se llamaba a engaño: el Plan Marshall era la respuesta americana al golpe de estado pro soviético en Checoslovaquia, que alertaba sobre la imposibilidad de evolución democrática en los países de órbita soviética. Los americanos y los británicos, que interpretaron lo que estaba sucediendo en el área de influencia soviética en clave de división del mundo en bloques, apostaron a fondo por ganar las elecciones en Francia e Italia contra los comunistas. El Plan Marshall les iba a ayudar mucho. Una vez el peligro de derrotas electorales se esfumó, y después de que los comunistas perdieran la Guerra Civil en Grecia, los países del bloque pro americano decidieron crear la alianza militar del Atlántico septentrional, más conocida como OTAN.

La creación del Consejo de Asistencia Económica Mutua (COMECON), en 1949, no fue más que la respuesta política de la URSS a la creación de la OTAN. Agrupó a todos los países de economía socialista y en la órbita soviética. Su actividad fue bien escasa mientras que la integración europea no pasaba de los proyectos. No podía ser de otro modo si pensamos que en el área soviética no hubo nada parecido a un Plan Marshall sino todo lo contrario. La URSS se cobró indemnizaciones de guerra de los países ocupados, sobre todo de aquellos que habían formado parte de la Alemania nazi o que fueron sus aliados militares. Este drenaje de recursos hacia la URSS –consistente en material de transporte, maquinaria, materias primas y productos semielaborados– frenó la capacidad de reconstrucción de las economías de los países del Este. El proceso se dio por acabado precisamente con la creación del COMECON. El discurso de la «ayuda mutua» era incompatible con el cobro de indemnizaciones en especie.

Sin embargo, puede fácilmente sobreestimarse la contribución del Programa Marshall. En muchos casos, la recuperación estaba en marcha antes de que se iniciase el plan. Lo que hizo fue asegurar que la recuperación fuera sostenida y no se detuviese en su marcha por falta de fondos. Pero no resolvió los problemas de pagos de Europa de la noche a la mañana. Contrariamente a las expectativas iniciales, Europa occidental siguió estando en déficit en sus cuentas exteriores, en algunos casos muy seriamente, hasta bien entrados los años cincuenta. De hecho, el programa de ayuda bien puede que haya retrasado el progreso en este aspecto, porque algunos países se inclinaban a considerar la eliminación de los déficits de sus cuentas exteriores como algo secundario, dado que cuanto mayor fuera el volumen de éstos, mayor sería su participación en la ayuda norteamericana.

En resumen, por tanto, el período de reconstrucción que siguió a la Segunda Guerra Mundial estuvo marcado por un intento mucho más constructivo para promover la cooperación económica internacional y establecer condiciones bajo las cuales la recuperación europea pudiera prosperar y mantenerse de lo que había sido el caso después de 1918. En lo que se refería a la tarea inmediata, la contribución más importante fue el flujo de ayuda norteamericana que se dirigió a Europa. Es verdad que la mayor parte de las instituciones establecidas, aparte de la OECE, no jugaron un papel crucial en el proceso de reconstrucción, dado que no estaban diseñadas específicamente para afrontar dificultades inmediatas, o tenían objetivos alternativos, por ejemplo la remoción de restricciones sobre el comercio y los pagos, que en las condiciones de la inmediata posguerra nunca podían lograrse. Sin embargo, no debería subestimarse su importancia, porque proporcionaron un marco básico para la cooperación internacional de la posguerra y en un período posterior iban a alcanzar un considerable éxito en promover la liberalización del comercio y de los pagos, y también en asegurar un grado razonable de esta bilidad en las relaciones monetarias internacionales. Además, proporcionaron el precedente para posteriores esfuerzos cooperativos, especialmente en Europa occidental en los años cincuenta, con el establecimiento de la Unión Europea de Pagos (1950), la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1952), la Comunidad Económica Europea (1957) y la Asociación Europea de Libre Comercio (1959).

Es importante subrayar estos puntos, porque ha habido intentos de ridiculizar la importancia de estos experimentos en la cooperación internacional y de ver las nuevas instituciones esencialmente como instrumentos de la política exterior norteamericana. Los hechos de esta situación no pueden discutirse y las realidades deben afrontarse directamente. La aproximación norteamericana a Europa estuvo condicionada por la intransigencia de la Unión Soviética y sus satélites, lo que con el tiempo significó una confrontación entre dos potencias militares y económicas con unas determinadas esferas de influencia. Europa necesitaba la ayuda y la asistencia norteamericanas y era bastante natural que éstas dependieran de las políticas e instituciones que satisficieran el objetivo más importante de Norteamérica, defender el Oeste contra el bloque soviético. El mayor error de la política norteamericana fue el intento de forzar a Europa occidental a adoptar políticas que, obviamente, no eran practicables en los difíciles años que siguieron a la guerra. Tampoco ha de considerarse la división entre el Este y el Oeste como un desastre. Ciertamente, habría sido preferible una relación más armoniosa entre las dos partes, pero a falta de ella –falta que se debe tanto a las actitudes norteamericanas como a las soviéticas– era mejor tener dos bloques igualmente potentes e independientes dentro de Europa, que el vacío de poder que existió después de la Primera Guerra Mundial y que preparó el camino para el holocausto antes de que hubiese transcurrido una generación.

Desde que se firmaron los tratados de paz, con la consecuente división de las naciones de Europa, comenzaron a presentarse varios intentos de unión occidental, no sólo para coordinar los esfuerzos de recuperación económica y estrechar lazos culturales, sino, sobre todo, para que las naciones de Europa occidental contaran con un consejo militar permanente encargado de organizar su defensa común contra las agresiones provenientes del Este. Con miras a lograr esa alianza, en 1948 se creó la Unión Aduanera del Benelux, y al año siguiente se estableció el Consejo de Europa. De mayor importancia fue la creación posterior de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), basada en un plan propuesto por el estadista francés Robert Schuman, quien en 1950, sugirió la conveniencia de formar una organización que manejara los recursos carboníferos y siderúrgicos de Francia y Alemania Occidental, e invitó a participar en dicha organización al resto de los países europeos. Esta comunidad europea quedó integrada en 1952, con la participación de Francia, Italia, Alemania Occidental y los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), los cuales establecerían en 1957 el Mercado Común Europeo o Comunidad Económica Europea (CEE) y la Comunidad Europea de Energía Atómica (EURATOM).

El Tratado de Roma significó un triunfo para los europeistas como Robert Schuman y Jean Monnet que ante la imposibilidad de consolidar de manera inmediata una unión política, desarrollaron un proceso de integración que afectase de manera paulatina diversos sectores de la economía, creando instituciones supranacionales en las que los estados miembros ceden parte de su soberanía sobre determinadas competencias. De esta manera se inició un proceso en el que la progresiva integración económica allanó el camino a la unión política. Este tratado firmado en 1957 en el que se determinan los objetivos de la Comunidad Europea, las instituciones y la política general. Estuvo en vigor hasta 1992, cuando se firmó el Tratado de la Unión Europea.

El Tratado de Roma crea una unión aduanera. En 1957, son seis los firmantes del Tratado de Roma: Francia, Italia, Alemania, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. La Europa de los seis, que tienen relaciones privilegiadas con otras asociaciones parecidas como la EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio), de carácter mucho más limitado y compuesta por los países nórdicos. El Mercado Común Europeo (CEE, Comunidad Económica Europea) pronto se revela como la mejor asociación de países para permitir el desarrollo económico, y todas las naciones quieren formar parte de él. Este es el tratado fundamental sobre el que se han modificado todos los demás.

Los objetivos que se plantea el Tratado de Roma afectan a diversos ámbitos:

  • Se establece un arancel común ante las mercancías llegadas de terceros países.

  • La libre circulación de mercancías, uno de los ejes básicos de la creación de la Comunidad Económica Europea.

  • La libre circulación de capitales es uno de los objetivos fundamentales de la Unión Europea, ya que para algunos es el núcleo clave de la misma.

  • La libre circulación de personas y servicios, sobre todo en lo referente a los trabajadores, a los que se garantizan todos los derechos.

  • Armonizar la política social de todos los países, de manera que sea parecida en cualquier país de la comunidad, y un ciudadano tenga garantizados los mismos derechos en todos ellos.

  • El sistema monetario europeo, así como una uniformidad fiscal, para evitar la formación de paraísos fiscales que concentren la mayoría de los capitales. En todos los países habrá un mismo impuesto sobre el consumo: el IVA.

Última modificación: viernes, 20 de octubre de 2017, 13:07