7.6 Políticas de género.
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En el tiempo que media entre la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) por parte de la Organización de Naciones Unidas y el presente se ha producido un avance imparable encaminado al reconocimiento de los derechos de la mujer y a generar políticas de promoción de la igualdad por razones de género. En el caso de los derechos humanos, dado que se trata de derechos que son inherentes a la totalidad de los seres humanos, es obvio que se protege por igual a todos los seres humanos, independientemente de la etnia, el sexo, la religión, la lengua, el color de la piel o cualquier otra condición. Naturalmente, estos derechos humanos han de ser observados y respetados por todos los países firmantes de dicho protocolo, teniendo en cuenta la obligación que asiste a estos últimos de respetar el derecho internacional, los principios generales y las fuentes del derecho internacional. A partir de la promulgación de esta Declaración, que reconoce la indivisibilidad de los derechos que la acompañan, se ha avanzado notablemente en el desarrollo de políticas cada vez más eficaces en materia de igualdad, y concretamente en lo que se refiere a los derechos de la mujer.
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Este avance en los derechos de igualdad ha sido mucho mayor en los países de mayor calidad democrática, y particularmente en espacios políticos como el de la Unión Europea. Así, en este espacio político tiene particular importancia la Carta de los Derechos Fundamentales que adquirió carácter vinculante para la totalidad de los Estados en 2009, casi una década después de haber sido elaborada. Estos derechos fundamentales, recogidos unitariamente, son trasunto de los derechos humanos reconocidos por el derecho internacional, que deben ser imperativamente aplicados por las instituciones de la Unión Europea y, complementariamente, por los países de la misma Unión Europea cuando aplican la legislación de esta última. Aunque en la filosofía de la Unión Europea los derechos de igualdad han estado muy presentes desde el Tratado de Roma, el Tratado de Amsterdam de 1997 resulta decisivo para el avance de la igualdad entre hombres y mujeres dentro de la Unión Europea, de manera que, en cuanto Tratado, obliga a la totalidad de los países miembros. Antes y después de la promulgación de este último, sucesivas directivas de igualdad de trato, que como tales directivas han sido, o están en fase de hacerlo, traspuestas a los derechos nacionales.
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Al mismo tiempo, los Estados de la Unión Europea han generado medidas específicas destinadas a la defensa de los derechos de la mujer y de la igual de género, que, en el caso de España, han dado lugar, por ejemplo, a la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género de 2004, y a la Ley Orgánica para la igualdad efectiva de mujeres y hombres de 2007. En años posteriores se ha producido un gran avance en materias como la de la conciliación familiar, aunque insuficiente hasta el presente, y en otras como la violencia de género, la eliminación de estereotipos sexistas y otras. La densa normativa generada es resultado de la aplicación de tratados y acuerdos internacionales, y muy específicamente, de las políticas de la Unión Europea, que, con carácter vanguardista, resultan de estricta aplicación en sus países miembros. Las Comunidades Autónomas, también en el caso de España, han complementado la normativa nacional en todo lo referente a los derechos de igualdad de género y de lucha contra la discriminación de la mujer.
Logo creado por el movimiento feminista estudiantil de Londres, aprovechando el conocido mensaje del metro para llamar la atención sobre la brecha de género
Por London Student Feminists [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons
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Se pretende así vencer aspectos negativos como el de la discriminación, la cual puede ser de carácter directo, que da como resultado un trato de inferioridad a una persona determinada por razones de género. Pero la discriminación también es, frecuentemente, indirecta, que siendo en lo esencial igual que la directa, al tratarse de un trato desfavorable para la persona, en este caso por razones de género, se diferencia de la directa porque se escamotea mediante costumbres y prácticas socialmente aceptadas, las cuales no son, a veces, ni siquiera ajenas a la propia normativa legal. Este escamoteo o encubrimiento se produce generalmente bajo una aparente neutralidad, debido a que se dan por buenas situaciones consagradas en la vida cotidiana de la sociedad. Merece la pena recordad, a propósito de la discriminación, que en la normativa legal está prevista, asimismo, una discriminación bien diferente de la anterior, como es la discriminación positiva, que obedece al objetivo de que se iguale la presencia y la participación de hombres y mujeres en los distintos contextos sociales. Se pretende con esta discriminación positiva, prevenir o eliminar la discriminación directa o indirecta, mediante la concesión de ventajas que equilibren la desigualdad previa. Esta discriminación positiva (estrategia destinada a conquistar la igualdad de oportunidades), que puede ser entendida como una acción positiva, es transitoria, en el sentido de que su efecto cesará cuando se alcance el pretendido objetivo de la igualdad. Nótese que se trata de mecanismos de cambio social que, aunque básicamente se destinan a mejorar la situación de las personas afectadas, tienen utilidad claramente para la mujer, pero también para el hombre.
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Tras esta discriminación por razones de género se hallan por lo regular estereotipos cristalizados, que son causa de actitudes y de conductas de índole sexista. Como estereotipos que son, constituyen imágenes simples, dirigidas a presentar esquemática y negativamente a determinados colectivos, percibidos como débiles, marginales o subordinados. Como tantas veces sucede, estos grupos se corresponden no tanto con minorías numéricas, sino con minorías en derechos, por razones étnicas, de género, religiosas o de otro tipo. Estereotipo, que en sentido etimológico, es un juicio duro o radical acerca de algo, que busca, sobre todo, la estigmatización del colectivo al que va dirigido, generalmente mediante una simplificación carente de lógica, pero que al mismo tiempo recoge, unas vece de manera sutil y otras descarnada, los intereses del grupo o los grupos dominantes de esa sociedad. La canalización de estereotipos se produce a través de conductas, actitudes y comportamientos habituales, de los que no está ausente el humor y la ironía, pero tampoco mecanismos mucho más elaborados, que siguen el conducto, por ejemplo, de las pautas asociadas a las agencias de socialización.
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Unido a los conceptos de discriminación y estereotipo se halla el de prejuicio, como juicio anticipado y generalizado hacia un grupo social, prescindiendo de la singularidad que cabe suponerle a cada uno de sus miembros. El prejuicio es un juicio no contrastado. Cabe que los prejuicios partan de los estereotipos fáciles que recorren una sociedad, que, tal como se ha señalado más atrás, son valoraciones rígidas y negativas hacia un colectivo social, pero también cabe, a la inversa, que los prejuicios estimulen los estereotipos fáciles de una sociedad. Los prejuicios alcanzan, con mucha frecuencia, a las mujeres por parte de los hombres, y también al contrario, de modo que alimentan actitudes sexistas, tras las cuales se parapeta la suposición de que uno de los sexos es superior al otro. También es muy frecuente que el sexismo esgrimido por algunas personas alcance a toda la diversidad de identidades sexuales, de manera que, por parte de algunos individuos, su propia identidad sea percibida como jerárquicamente superior a la de los demás. Las actitudes de homofobia constituyen un ejemplo de estos prejuicios hacia la identidad sexual de las personas.
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En lo que respecta al género, estas actitudes vinculadas a la discriminación, los estereotipos y los prejuicios, entre otros, explican la segregación de género que se produce en la mayor parte de las sociedades. Cuando se habla de segregación de género se suele distinguir entre la segregación horizontal y la segregación vertical. La primera hace referencia a la concentración de género (de mujeres o de hombres) que se produce en algunos empleos, o, incluso, en algunos sectores económicos, los cuales se nutren de empleos típicamente femeninos o de empleos típicamente masculinos. Por ejemplo, consideramos trabajos característicamente femeninos los de la enfermería, independientemente de que en la enfermería también existan empleos masculinos, y consideramos empleos típicamente masculinos los ligados a la conducción de autobuses, aunque también algunos de estos empleos puedan ser femeninos. Por el contrario, la segregación vertical alude a la concentración de mujeres o de hombres que se produce en los niveles que nutren la jerarquía de una actividad, y que explica, por ejemplo, que existan muchas mujeres en los puestos básicos de una empresa y muy pocas en los cargos directivos. Estamos ante una segregación vertical cuando poseyendo hombres y mujeres análogos niveles de formación y de experiencia, son los primeros los elegidos para los puestos en los que se produce la toma de decisiones. Es muy habitual que las mujeres que cubren los puestos de trabajo en los diferentes sectores económicos tengan una cualificación muy superior a la requerida. Este hecho, que no es diferente, en lo fundamental, en el caso de los hombres, adquiere, sin embargo, en las mujeres, unos caracteres más acusados. Muchas mujeres con una alta formación ocupan puestos básicos o elementales, tanto en el ámbito privado como en el público.
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La reflexión previa nos lleva a pensar en las características brechas de género que hallamos en muchas sociedades. Las desventajas tradicionales de la mujer, no soslayadas por entero, ni siquiera en las democracias avanzadas, nos permiten explicar que existan situaciones de desigualdad, endémicas en algunos casos, entre mujeres y hombres, y así las diferencias en el acceso a los recursos, a las oportunidades, a los cargos de representación, etc. dan como resultado presencias disímiles de mujeres y hombres en los correspondientes puestos. El concepto de brecha de género nos remite a la evidencia de que el diferencial entre mujeres y hombres, por lo que corresponde al desempleo, sea muy marcado en la sociedad española, o al hecho de que los empleos de las mujeres presenten un grado mayor de cualificación que el que se precisaría realmente para ocupar el puesto, o a que la temporalidad del empleo recaiga con más fuerza sobre las mujeres que sobre los hombres, o a que el número de concejales en los ayuntamientos sea mayor en el caso de los hombres que en el de las mujeres. En consecuencia, la brecha de género es susceptible de ser reflejada cuantitativamente, en forma de parámetros que por lo regular se ofrecen porcentualmente.
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Las brechas de género en una sociedad con buena calidad democrática tienden a reducirse, a pesar de las llamadas barreras invisibles que obstaculizan el progreso de la mujer. Estas barreras invisibles vienen dadas por la existencia, una veces de manera concreta y otras de forma difusa, de normas y valores de carácter tradicional que limitan el desenvolvimiento de la mujer, al menos en el mismo nivel que el del hombre, en lo que se refiere a la adquisición de capacidades que habilitan para la toma decisiones. Una de estas barreras, acaso la más citada, es el llamado metafóricamente techo de cristal, que impide a la mujer alcanzar idénticos objetivos a los de los hombres, especialmente en el mercado de trabajo, debido a la discriminación, los estereotipos y los prejuicios, que regularmente de forma encubierta refrenan las aspiraciones de la mujer.
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La mujer ha mejorado su situación en estas mismas sociedades democráticas gracias su creciente conciencia de género, que se ha ido fraguando a partir del reconocimiento de su desigualdad real, por razones biológicas pero también por razones culturales. Ha sido necesario que, a partir de esta desigualdad, adquiriera conciencia de que su experiencia vital es un tanto distinta a la de los hombres, y de que se encuentra en clara desventaja para afrontar idénticos retos. Esta conciencia no sólo la ha hecho albergar esperanzas de mejora, sino que, gracias al apoyo de otras mujeres, y también de muchos hombres que se sienten identificados con la situación de la mujer, esta última ha podido realizar apreciables progresos, especialmente en lo que se refiere a la educación, la visibilidad, la paulatina igualdad de oportunidades, la corresponsabilidad, etc. Estos progresos, sin embargo, aún distan mucho de alcanzar los objetivos de género más deseables.
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Es así como conceptos esgrimidos con mucha frecuencia por los movimientos de género, como el de la democracia paritaria, han adquirido tanta relevancia en los últimos tiempos. Por democracia paritaria se entiende el deseo compartido de las mujeres de alcanzar una representación equilibrada, a partes iguales entre mujeres y hombres, en una sociedad auténticamente integrada, que permita, la presencia equilibrada de mujeres y hombres en cualquier aspecto de la decisión política. Esta pretensión no queda limitada al ámbito público, sino que por el contrario alcanza igualmente al ámbito privado. Demandas como la de la democracia paritaria son un producto más de la conciencia de género y de la pretensión de que la mujer alcance un imprescindible empoderamiento, tal y como fue acuñado este último término en la Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Bejing en 1995 bajo los auspicios de la ONU, en el sentido de mayor presencia femenina en las esferas de poder de la sociedad. De otra manera, el concepto de empoderamiento también se emplea en referencia al reforzamiento de la dignidad de la mujer.
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Todas estas aspiraciones de las mujeres precisan, en la vida práctica, de la necesaria conciliación de la vida laboral, superando la tradicional desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. La conciliación de la vida laboral es imprescindible para que la mujer pueda enfrentarse con el desarrollo de su vida como trabajadora sin menoscabo, esto es, para que pueda satisfacer sus expectativas profesionales, su realización como madre, sus inquietudes formativas, sus necesidades de ocio, etc. La legislación de numerosos países de la Unión Europea continúa dejando la conciliación laboral en un desiderátum, en un ideal insatisfecho a efectos prácticos. Las muchas reclamaciones que se le hacen al Estado del bienestar relegan permanentemente muchas de las reivindicaciones de género que se le formulan, pero especialmente algunas tan inaplazables como ésta.
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Durante los últimos años las instituciones de los Estados democráticos han concentrado sus esfuerzos en la mejora de la educación de mujeres y de hombres como mejor método de prevención de los problemas más importantes que afectan a la convivencia entre ambos. Uno de estos métodos, por ejemplo, ha consistido en la puesta en práctica de la coeducación, es decir, en un método de intervención educativa que permita mejorar las potencialidades de los educandos, trascendiendo las connotaciones sexuales y la mera educación mixta. Dicho de otra manera, consiste en la educación en valores de igualdad, superando cualquier discriminación, y venciendo los estereotipos y los prejuicios de género. En todos las democracias avanzadas la coeducación es una referencia en materia educativa que trata de formar a los jóvenes en valores que permitan, por un lado, el progresivo empoderamiento de la mujer, y, por otro lado, la generación de un antídoto frente a los conflictos entre géneros, entre los cuales el más erosivo es el de la llamada violencia de género.
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Entendemos por violencia contra la mujer, de acuerdo con la definición de las Naciones Unidas, la agresión hacia la mujer con el objeto de infringirle un daño, que puede ser físico, psicológico, sexual, y que incluye desde la amenaza velada hasta la coacción del tipo que fuere, la privación de libertad y, en definitiva, toda acción que persiga el sufrimiento personal, bien sea en la vida privada o en la vida pública. La violencia de género supone la realización de acciones tendentes a mostrar una jerarquía o superioridad, cercenando la igualdad que debe presidir las relaciones entre los géneros. Consecuentemente, la violencia contra la mujer es la expresión máxima de una desigualdad o de una injusticia; es una violencia que no sólo cercena las relaciones previas, sino que, además, atenta contra la dignidad de la persona. En el caso más extremo, supone un acto con resultado de muerte, que en países como España arroja un cómputo de medio centenar de mujeres muertas cada año por causa de la violencia ejercida contra ellas por el hecho de ser mujeres. En todo caso, se trata de una violencia que en España ha alcanzado en los últimos años una visibilidad que ha permitido a la sociedad tomar conciencia de esta lacra. En la mayor parte de los países del mundo, incluidos muchos europeos, esta violencia, y también aquélla que se produce con resultado de muerte, es completamente invisible, y se produce sin dejar un rastro social, cual si no existiera, cuando por razones culturales el fenómeno alcanza magnitudes desgraciadas en muchos de estos países. No obstante, la violencia contra la mujer, así como la violencia doméstica, a la cual me referiré más abajo, permanece velada con facilidad cuando no hay maltrato físico, y, por ejemplo, es psicológico, de manera que se concreta en amenazas, aislamiento, etc.
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En realidad, la violencia contra la mujer es una parte de la denominada violencia de género, la cual adquiere múltiples dimensiones, una de las cuales es la llamada violencia doméstica, cuyas destinatarias son las personas que conviven en el hogar. En el marco de la violencia de género se encuentra la violencia doméstica, ejercida por uno de los miembros de la familia contra uno o varios miembros de la misma. Esta última es una violencia que puede ser ejercida por el hombre, de modo que, en este caso, vendría a coincidir con la violencia de género cuando la destinataria es la mujer en su rol de compañera o esposa. En todo caso, se trata de una violencia que puede adquirir caracteres de gran complejidad, especialmente cuando va dirigida contra varios miembros de la familia, entre los cuales pueden encontrarse los hijos e hijas, o una parte de los mismos.