Lectura 1

  • FORDE, D. y DOUBLAS, M.[1956], (1993), “Economía primitiva”. En Harry L. Shapiro (Ed.), Hombre, cultura y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica, pgs. 439-440.

Como regla, las economías primitivas no son completamente cerradas. Generalmente hay algo de comercio exterior, aunque de carácter esporádico. Puede haber un contacto entre cazadores y cultivadores que, intercambian carne por cereales, como hacían los pigmeos de la selva del Congo con sus vecinos en un comercio mudo en el cual las parte implicadas en el intercambio nunca llegan a enfrentarse. Los habitantes de las costas pueden intercambiar pescado por los productos de los cultivadores de la tierra adentro. Una comunidad puede producir un excedente de una especialidad, alguna golosina local, una materia prima, o algún valioso ornamento, e intercambiarlo  por otra especialidad de una tribu diferente. Entre los bosquimanos de Kalahari había un sistema de relaciones comerciales, tanto con sus vecinos bantú como entre las diferentes tribus. Los grupos situados centralmente desempeñan el papel de intermediarios, obteniendo de sus vecinos del norte bienes que intercambiarán con los del sur y viceversa. En este tráfico, algunos artículos como olas cuentas de cascarón de huevo y el tabaco tienen un valor fijo en relación con otros bienes, porque siempre hay demanda de ellos, y en relación con éstos se pone precio a los demás.

También es posible el intercambio interno, como cuando cuatro o cinco pequeñas comunidades se reúnen regularmente en un mercado local y eliminan por medio del intercambio las pequeñas desigualdades de producción. La diferencia entre esta clase de mercado y los mercados de las economías desarrolladas es que los bienes que se ofrecen en intercambio no han sido producidos con intenciones de venta, sino que son el excedente fortuito de la producción para la subsistencia. Ésta es una diferencia esencial entre la producción en la economía primitiva y la desarrollada. Se suele usar para estas economías la palabra “subsistencia” en vez de “primitiva”, para acentuar el contraste entre ellas y las complejas economías de intercambio modernas.

  

Lectura 2

  • HERSKOVITS, M. [1952] (1974). Antropología económica. México: Fondo de Cultura Económica, pgs. 14-15.

Los economistas admiten por lo general que hasta la utilización del aire, para poner un ejemplo de bienes libres con frecuencia citado, entraña economía. La cosa es evidente si nos fijamos en un ejemplo tan sencillo de comportamiento económico como el que se da cuando un aborigen australiano decide encender una hoguera y levantar una pared para resguardarse del viento. No cabe duda de que, en este caso, opta entre el aire (libre) frío de la noche y el aire caliente (económico), obtenible sólo mediante la inversión de la energía necesaria para obtener leña, prender el fuego (que no es pequeña tarea, en ciertas circunstancias) y levantar la pared. A la luz de estos ejemplos, se ve claramente cómo el problema de si un recurso es libro o económico constituye algo más que un simple concepto. La comprensión de tales casos críticos confirma empíricamente el principio económico de que la aplicabilidad del concepto depende de los fines perseguidos. El bien libre se convierte en económico cuando entra en juego la opción, de tal modo que se elevan al máximo las satisfacciones obtenidas.

Incluso allí donde parece que los bienes libres son disponibles, tratándose precisamente de individuos de sociedades del menor número de miembros, vemos que la inmensa mayoría de los bienes no son libres. Hasta la provisión de las necesidades básica, de alimento, techo y vestido, entraña inevitablemente una opción; además, la elección viene impuesta, no sólo por la alternativa entre diversos bienes disponibles, sino también por las pautas culturales del individuo llamado, en fin  de cuentas, a escoger. La elección entre diversas posibilidades no la limitan sólo los bienes y servicios de que se dispone para satisfacer las necesidades. Las restringen también la naturaleza de los bienes disponibles y la de las necesidades que se hayan de satisfacer.

 

Lectura 3

  • MALINOWSKI, B. [1922] (1986). Los argonautas del Pacífico Occidental. Barcelona: Planeta-Agostini, vol. 1, pgs. 107-108.

El principio fundamental de las reglas que rigen la práctica del intercambio es que el Kula consiste en la entrega de un regalo ceremonial al que debe corresponderse con un contrarregalo equivalente después de un cierto lapso de tiempo, ya sea unas cuantas horas, incluso minutos, ya sea un año, a vece más, el tiempo que diste entre las dos entregas. Pero nunca pueden intercambiarse los dos objetos mano a mano después de haber discutido su equivalencia, negociándolos y evaluándolos. El decoro de la transacción Kula se observa rigurosamente. Los indígenas la distinguen con toda claridad del trueque, que practican con profusión y del que tienen una idea precisa y un término para designarlo: el kiriwiniano, gimwali. A menudo, para criticar un procedimiento incorrecto, demasiado precipitado o inconveniente en el Kula, dicen, “Lleva su Kula como si fuera un gimwali”.

El segundo principio, muy importante, es que la equivalencia del regalo de devolución se deja al criterio del que la hace y no se le puede forzar con ningún tipo de coacción. Un asociado que ha recibido un regalo Kula está de alguna forma comprometido corresponder con lealtad e igual valor, esto es, a ofrecer un brazalete tan bueno como el collar que ha recibido, o viceversa. Es más, un artículo muy bueno debe reemplazarse por otro de valor equivalente y no por varios menos valiosos, aunque pueden hacerse regalos subsidiarios para cubrir un compás de espera hasta la auténtica compensación.

Si el artículo que se da como regalo de devolución no es equivalente, el receptor se sentirá contrariado y se enfadará, pero no dispone de medios directos para exigir su reparación, ni para forzar a su asociado a poner fin a la transacción.

 

Lectura 4

  • SAHLINS, M. [1974], 1977. Economía de la Edad de Piedra. Madrid: Akal, pgs. 13-14.

Para la opinión general, una sociedad opulenta es aquélla en al que se satisfacen con facilidad todas las necesidades materiales de sus componentes. Asegurar que los cazadores eran opulentos significa negar entonces que la condición humana es una tragedia decretada donde el hombre está prisionero de la ardua labor que significa la perpetua disparidad entre sus carencias ilimitadas y la insuficiencia de sus medios.

Es que a la opulencia se puede llegar por dos caminos diferentes. Las necesidades pueden ser “fácilmente satisfechas” o bien produciendo mucho, o bien deseando poco. La concepción más difundida, al modo de Galbraith, se basa en supuestos particularmente apropiados a la economía de mercado: que las necesidades del hombre son grandes, por no decir infinitas, mientras que sus medios son limitados, aunque pueden aumentar. Es así que la brecha que se produce entre medios y fines puede reducirse mediante la productividad industrial, al menos hasta hacer que los “productos de primera necesidad” se vuelvan abundantes. Pero existe también un camino Zen hacia la opulencia por parte de premisas algo diferentes de las nuestras: que las necesidades materiales humanas son finitas y escasas y los medios técnicos, inalterables pero por regla general adecuados. Adoptando la estrategia Zen, un pueblo puede gozar de una abundancia material incomparable… con un bajo nevel de vida.

Ésta es, a mi parecer, la mejor manera de describir a los cazadores y la que ayuda a explicar algunas de sus conductas económicas más curiosas: por ejemplo, su “prodigalidad”, es decir, la inclinación a consumir rápidamente todas las reservas de que disponen como si no dudaran ni un momento de poder conseguir más. Libres de las obsesiones de escasez características del mercado, es posible hablar mucho más de abundancia respecto de las inclinaciones económicas de los cazadores que las nuestras. 

Última modificación: viernes, 23 de junio de 2017, 09:20