JEAN JACQUES ELISÉE RECLUS, EL HOMBRE Y LA TIERRA, 1905-1908

 

Prefacio

Hace algunos años, después de haber escrito las últimas líneas de una larga obra, La Nouvelle Géographie Universelle, expresaba el deseo de poder estudiar un día al Hombre en la sucesión de las edades, de la misma forma que lo había observado en las distintas regiones del globo, y establecer las conclusiones sociológicas a las que había llegado. Trazaba el plan de un nuevo libro en el que se expondrían las condiciones del terreno, del clima, de todo el ambiente en el que se han producido los acontecimientos de la historia, en el que se mostraría el acuerdo de los Hombres y de la Tierra, en el que se explicarían las actuaciones de los pueblos, de causa a efecto, por su armonía con la evolución del planeta. Este libro es el que presento ahora al lector.

Desde luego, sabía por adelantado que ninguna investigación me haría descubrir esa ley de un progreso humano cuyo atractivo espejismo se agita continuamente en nuestro horizonte, y que nos huye y se disipa para volverse a rehacer. Aparecidos como un punto en el infinito del espacio, sin saber nada de nuestros orígenes ni de nuestros destinos, ignorando incluso si pertenecemos a una especie animal única o si varias humanidades han nacido sucesivamente para apagarse y resurgir de nuevo, no podríamos formular reglas de la evolución hacia lo desconocido, remover la niebla con la esperanza de darle una forma precisa y definitiva. No, pero podemos al menos reconocer, en esa avenida de los siglos que los arqueólogos prolongan constantemente en lo que fue la noche del pasado, el lazo íntimo que une la sucesión de los hechos humanos a la acción de las fuerzas telúricas: nos está permitiendo seguir en el tiempo cada período de la vida de los pueblos que corresponde al cambio de los medios, observar la acción combinada de la Naturaleza y del propio Hombre, reaccionando sobre la Tierra que lo ha formado.

La emoción que se siente al contemplar todos los paisajes del planeta en su variedad sin fin y en la armonía que les da la acción de las fuerzas étnicas siempre en movimiento, esa misma dulzura de las cosas, se siente al ver la procesión de los hombres bajo sus vestimentas de fortuna o de infortunio, pero todos igualmente en estado de vibración armónica con la Tierra que los lleva y los alimenta, el cielo que los ilumina y los asocia a las energías del cosmos. Y, de igual forma que la superficie de las regiones nos ofrece continuamente parajes cuya belleza admiramos con toda la fuerza del ser, el desarrollo histórico nos muestra en la sucesión de los acontecimientos escenas sorprendentes de grandeza cuyo estudio y cuyo conocimiento nos ennoblecen. La geografía histórica concentra en dramas incomparables, en realizaciones espléndidas, todo lo que la imaginación puede evocar.

En nuestra época de crisis aguda, en la que la sociedad se encuentra tan profundamente quebrantada, en la que el remolino de la evolución se hace tan rápido que el hombre, presa del vértigo, busca un nuevo punto de apoyo para la dirección de su vida, el estudio de la historia es de un interés tanto más precioso cuanto que su dominio incesantemente acrecentado ofrece una serie de ejemplos más ricos y más variados. La sucesión de las edades se convierte para nosotros en una escuela cuyas enseñanzas se clasifican ante nuestro espíritu e incluso acaban por agruparse en leyes fundamentales.

La primera categoría de acontecimientos que constata el historiador nos muestra cómo, por efecto de un desarrollo desigual en los individuos y en las sociedades, todas las colectividades humanas, exceptuando las tribus que han permanecido en el naturismo primitivo, se desdoblan, por decirlo así, en clases o en castas no sólo diferentes, sino opuestas en intereses y en tendencias. Incluso francamente enemigas en todos los períodos de crisis. Tal es, bajo mil formas, el conjunto de los hechos que se observan en todas las regiones del universo, con la infinita diversidad que determinan los parajes, los climas y el enredo cada vez más entremezclado de los acontecimientos.

El segundo hecho colectivo, consecuencia necesaria del desdoblamiento de los cuerpos sociales, es que el equilibrio roto de individuo a individuo, de clase a clase, oscila constantemente alrededor de su eje de reposo: la violación de la justicia grita siempre venganza. De ahí, incesantes oscilaciones. Los que mandan intentan seguir siendo los amos, mientras que los sojuzgados se esfuerzan por reconquistar la libertad, y arrastrados por la energía de su impuso, intentan reconstituir el poder en su provecho. Así, las guerras civiles, complicadas con guerras extranjeras, aplastamientos y destrucciones, se suceden en un continuo enmarañamiento que termina de diferente manera según el empuje respectivo de los elementos en lucha. O bien los oprimidos se someten, habiendo agotado su fuerza de resistencia: mueren lentamente y se extinguen, al no tener ya la iniciativa que constituye la vida; o bien es la reivindicación de los hombres libres la que vence y, en el caos de los acontecimientos, se pueden discernir auténticas revoluciones, es decir, cambios de régimen político, económico y social, debidos a la comprensión más clara de las condiciones del medio y a la energía de las iniciativas individuales.

Un tercer grupo de hechos, que va unido al estudio del hombre en todas las edades y todos los países, nos atestigua que ninguna evolución en la existencia de los pueblos puede ser creada si no es por el esfuerzo individual. Es en la persona humana, elemento primario de la sociedad, donde hay que buscar el choque impulsivo del medio, destinado a traducirse en acciones voluntarias para extender las ideas y participar en las obras que modificarán el aspecto de las naciones. El equilibrio de las sociedades no es inestable más que por la traba impuesta a los individuos en su franca expansión. La sociedad libre se establece por la libertad dada en su desarrollo completo a cada persona humana, primera célula fundamental que se agrega después y se asocia como le place a las demás células de la cambiante humanidad. En proporción directa a esa libertad y a ese desarrollo inicial del individuo ganan las sociedades en valor y en nobleza: del hombre nace la voluntad creadora que construye y reconstruye el mundo.

La “lucha de clases”, la búsqueda del equilibrio y la decisión soberana del individuo son los tres órdenes de hechos que nos revela el estudio de la geografía social y que, en el caos de las cosas, se muestran suficientemente constantes para que se les pueda dar el nombre de “leyes”. Ya es mucho conocerlas y poder dirigir de acuerdo con ellas la propia conducta y la propia parte de acción en la gerencia común de la sociedad, en armonía con las influencias del medio, conocidas y escrutadas desde entonces. Es la observación de la Tierra la que nos explica los acontecimientos de la Historia y ésta nos lleva a su vez hacia un estudio más profundo del planeta, hacia una solidaridad más consciente de nuestro individuo, a la vez tan pequeño y tan grande, con el inmenso universo.

 

Distribución de los hombres

Si la Tierra fuese completamente uniforme en su relieve, en la calidad del terreno y

 as condiciones del clima, las ciudades ocuparían una posición que podemos denominar geométrica: la atracción mutua, el instinto de sociedad, la facilidad de los intercambios las habrían hecho nacer a distancias iguales entre sí. Suponiendo una región llana, sin obstáculos naturales, sin ríos, sin puerto, situada de una manera particularmente favorable, y no dividida en Estados políticos distintos, la mayor ciudad se habría levantado directamente en el centro del país: las ciudades secundarias se habrían repartido en intervalos iguales en el contorno, espaciadas rítmicamente, y cada una de ellas habría tenido su sistema planetario de ciudades inferiores, con su cortejo de pueblos. La distancia normal de un día de marcha debería ser, sobre una llanura uniforme, el intervalo entre las distintas aglomeraciones urbanas: el número de leguas recorridas por un caminante corriente entre el alba y el crepúsculo, es decir, doce o quince, correspondiendo a las horas del día, constituye la etapa regular de una ciudad a otra. La domesticación de los animales, posteriormente la invención de la rueda, y más tarde las máquinas, han modificado, gradual o bruscamente, las medidas primitivas: el paso de la montura y después la vuelta del eje determinaron la distancia normal entre las grandes reuniones de hombres. En cuanto a los pueblos, su distancia media tiene el recorrido que puede hacer el agricultor empujando su carretilla cargada de heno o de espigas.

El agua para el ganado, el transporte fácil de los frutos de la tierra es lo que regula el emplazamiento del establo, del granero y de la choza.

En numerosas regiones pobladas desde hace mucho tiempo y que muestran todavía en la distribución urbana de sus habitantes las distancias primitivas, se encuentra, en el desorden aparente de las ciudades, un orden de distribución que fue, evidentemente, regulado antaño por el paso de los caminantes…

 

Fuente:

GOMEZ MENDOZA, J. et al. (1982): El pensamiento geográfico. Estudio interpretativo y antología de

textos (de Humboldt a las tendencias radicales). Por J. Gómez Mendoza, J. Muñoz Jiménez y N. Ortega

Cantero. Madrid, Alianza Universidad.