1. Tema 4 - Práctica 4

 

Disertación sobre la sociedad espartana a partir del comentario de los siguientes textos. 

 

Texto 1

Reflexionando yo cierto día sobre el hecho de que, siendo Esparta una de las ciudades menos pobladas, se haya, sin embargo, mostrado la más poderosa y renombrada en Grecia, no pude menos de preguntarme, admirado, cómo tal cosa pudo suceder. Mas al considerar las costumbres de los espartanos, dejé de asombrarme. Aunque a Licurgo que les dio las leyes, a cuya obediencia debieron ellos su prosperidad, a éste sí que le admiro y le reputo por hombre de extremada sabiduría; pues sin imitar a las demás ciudades, con un criterio opuesto incluso al de la mayoría de ellas, llevó a la patria a una pujante prosperidad.

Por ejemplo, con respecto a la procreación de los hijos (empezaré por el principio): los demás, a las doncellas que con el tiempo han de ser madres, y que reciben la educación que se juzga honesta, las alimentan con los manjares más moderados y con el más sobrio condimento que darse puede; además, les hacen abstenerse en absoluto de vino, o beberlo, a lo sumo, mezclado con agua. Y, como la mayoría de los que tienen un oficio son sedentarios, así los demás griegos consideran conveniente que también las doncellas lleven una vida apacible, trabajando la lana. Pues bien, de las que son así criadas, ¿cómo esperar que puedan dar vida a nada grande? Licurgo, por el contrario, pensó que para proveerse de ropas basta con las esclavas, y que para las mujeres libres la más importante misión, a su parecer es la procreación de los hijos; ordenó, pues, en primer lugar, que el sexo femenino ejercitase no menos que el masculino su cuerpo; y además, instituyó certámenes de ligereza y fuerza entre las mujeres, al igual que entre los hombres, en la idea de que de padre y madre fuertes nacen igualmente hijos más vigorosos.

Jenofonte, La República de los Lacedemonios, 1.1-4

[Traducción de María Rico Gómez, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1973]

 

Texto 2

Contrarias también a las de los demás griegos son estas costumbres que instituyó Licurgo en Esparta. Pues en las demás ciudades, evidentemente, todos se enriquecen cuanto pueden: uno trabaja la tierra, otro tiene navíos, otro comercia, otros también viven de sus oficios. Pero en Esparta a los hombres libres les prohibió Licurgo que se dedicaran a tráfico ninguno y les impuso que sólo cuantas obras procuran libertad a las ciudades, sólo éstas tuvieran por propias de ellos. Claro, que en verdad ¿para qué habría de desearse allí la riqueza, precisamente allí, donde, habiéndoles él ordenado contribuir por igual a lo necesario y tener un mismo tenor de vida, logró que no apetecieran por molicie el dinero? Pero es que ni por los vestidos siquiera era menester dinero: pues no se adornan con la riqueza del vestido sino con la buena forma física de sus cuerpos. Y ni aun por tener al menos para gastar con los compañeros había que acumular riquezas: porque juzgó más digno de aplauso servir a los amigos con el esfuerzo corporal que con dispendios, haciéndoles ver que aquélla es obra del espíritu, ésta del dinero. Y aun el enriquecerse por medios no justos vedó también entre tales hombres: pues, en primer lugar, tal moneda instituyó que un solo decamno no podría jamás entrar en una casa sin ser visto de señores y criados, pues necesitaría mucho espacio y un buen carro que lo llevara. El oro y la plata son buscados, y si se descubre algo en algún sitio, es multado el que lo tiene. ¿Para qué, pues, se desearía allí la ganancia, donde la posesión de la riqueza acarrea más cuidados que alegrías proporciona su disfrute?

Jenofonte, La República de los Lacedemonios, 7

[Traducción de María Rico Gómez, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1973]